«En aquel tiempo, dijo Jesús: “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños”. Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: “Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”». (Jn l0,1-10)
El Capítulo 10 del Evangelio de San Juan tiene como título “El buen Pastor”, uno de los títulos mesiánicos anunciados por el profeta Isaías (Por los caminos pacerán, en todos los calveros tendrán pastos), Jeremías (Yo recogeré el resto de mis ovejas de donde las empujé) y sobre todo Ezequiel (Yo mismo apacentaré mis ovejas y las llevaré a reposar. Buscaré a la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma). “Yo soy el buen Pastor”, concluye San Juan, Cristo Jesús es el Mesías anunciado. Si Jesucristo recorría las ciudades, si anunciaba el reino de pueblo en pueblo era porque se conmovía viendo a la gente cansada, abatida…, como ovejas sin pastor.
Jesús es ciertamente el Buen Pastor, pero antes es incluso la puerta por donde entran el pastor y las ovejas. La puerta alude a la libertad de entrar y salir, aunque no todas las puertas se abren para entrar después de haber salido. Las puertas del Paraíso se abrieron para salir y quedaron cerradas y guardadas para impedir el retorno al lugar donde se encontraba el árbol de la vida, que junto al árbol de la ciencia del bien y del mal había sido plantado por Dios en medio del Paraíso, y guardado celosamente por los querubines con la espada de fuego vibrante para no ser tocado hasta su debido tiempo.
Este árbol de la vida no era otro que el de la Cruz que Dios ya había previsto desde el origen del mundo y dejado oculto hasta que llegara el momento culminante de la historia. Un árbol con cuatro brazos como el agua que salía del Edén y que se dividía en cuatro ríos, cuyos cauces vertían sus aguas en las cuatro direcciones cardinales. Esta imagen expresa de forma bellísima que de este árbol brotaría la vida desde el origen del mundo y lo haría hasta el confín de la tierra.
Solamente el Buen Pastor inauguró esta puerta, la que de nuevo unía los cielos y la tierra. Una puerta que nos permitiría entrar y salir, porque el que ama en esta dimensión (subiendo a la cruz), es totalmente libre: “Ama y haz lo que quieres”, que nos dice San Agustín. Los que pretenden entrar por otra puerta en el aprisco, lo hacen saltando por la tapia y con malas intenciones, las del ladrón y el bandido que solo desean aprovecharse de las ovejas, comer su carne y vestirse con su lana.
Toda la vida tiene sentido en Cristo, y sin Cristo todo nos es hostil. Él lo es todo, es el camino, la verdad y la vida, es la luz, y es también es la puerta para poder entrar y salir. Con Él se es libre realmente. Si no salimos del aprisco por esa puerta, esto es, si no vivimos en Cristo, perdemos el camino de retorno y todo se torna oscuro.
Solamente Cristo es el Pastor que entra por la puerta llamando por el nombre a sus ovejas, y ellas, sintiéndose seguras, atienden a su voz… “El Señor es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta, hacia las aguas de reposo me conduce, y aunque pase por valle oscuro, ningún mal temeré porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sostienen” (Sal 23,1-4)
Enrique Solana