Aquel día, al atardecer, dice Jesús a sus discípulos: -«Vamos a la otra orilla.» Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: -«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: -«¡ Silencio, enmudece! » El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: -«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: -« ¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! (Marcos 4, 35-41)
Jesús va en la barca con los discípulos e irá en nuestra barca si se lo permitimos; es decir, si nos abrimos a la gracia. Él quiere “habitar” en tu alma y lo hace como amigo.
¿Sabemos qué significa que Dios se haga nuestro amigo cuando viene a habitar en nuestro interior? Quizás sea necesario recordar qué sea la amistad humana para alcanzar el verdadero sentido de esta afirmación. Bastarán algunas pinceladas. La amistad sólo se comprende como un encuentro personal más allá de todo cálculo y de todo lo calculable. En ella se busca a la otra persona y puede decirse que los amigos están de tal manera referidos el uno al otro, que esto afecta el núcleo de ambas personas. Hay, pues, en la amistad un abrirse a otra persona para admitirla en nuestro mundo, para compartir la vida, el pensamiento, la alegría y el dolor. La amistad, en definitiva, es una entrega, un abandonarse, un ponerse en manos del otro, y esto implica mucha confianza. El amigo confía plenamente en el amigo.
Jesús va en la barca con los discípulos. Se hace presente en sus vidas y camina con ellos como amigo. Pero la amistad entre Dios y el hombre es un riesgo, y en este pasaje se ve con cierta claridad. Dios se arriesga, aunque conoce la fragilidad y pecaminosidad del hombre, aunque corre el peligro de ser tratado por él como un útil. Y, por otro lado, el hombre se arriesga a la amistad con Dios, aunque sabe que Dios siempre envía pruebas terribles a quienes se le confían y abandonan del todo. Y es que nunca se pueden prever ni calcular los planes de Dios sobre sus amigos. ¿Acaso no lo vemos en el presente texto? En tu vida, aunque estés cerca de Dios, se puede levantar un fuerte huracán y las olas pueden amenazar con romper tu barca, pero tú debes siempre confiar porque llevas en tu interior al Dios de la paz.
Por eso se entiende que el mayor desamparo y la mayor pobreza para el hombre sea vivir sin fe. Gracias a ésta, nuestra vida pasa a estar enfocada hacia Dios y nos acercamos al mundo con otra mirada, desde Cristo. Pero uno no puede vivir en fe si no deja las seguridades humanas, si no abandona las falsas seguridades para confiar en Dios. La fe exige fiarse de Dios, confiar plenamente en Él.
Esto es, sin duda alguna, muy exigente, pues implica no fiarse de sí mismo y de nuestros planes, sino fiarse de Dios; no tener el control de nuestras vidas, sino abandonarse en Dios; no ser autosuficiente, sino pedir ayuda a Dios. A los cristianos se nos pide que aprendamos a confiar, a fiarnos de Dios en la vida, pues esto no es más que la aplicación práctica de lo que vive su alma en gracia. Ser amigo de Dios implica abandonarse en las manos de Dios y dejar que Él sea quien dirija nuestra vida sin consultarnos. De ahí la respuesta tan extraña que Jesús da a sus discípulos: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?