En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío:
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra». (Mt. 13, 44-46)
El Evangelio del día de hoy es muy breve y, a la vez, muy rico de contenido. El texto recoge apenas dos frases, con las que el Señor quiere abrir la mente y el corazón de los que le están escuchando, para que puedan llegar a descubrir la inmensa riqueza de amor del “reino de los cielos”, que les está prometiendo a quienes reciben sus palabras sentados en la orilla del mar de Tiberiades.
“El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría , vende todo lo que tiene y compra el campo”.
Un hombre encuentra un “tesoro”. El tesoro es Cristo; y Cristo es el reino de los cielos que quiere estar dentro de nosotros y vivir con nosotros. ¿Cómo encuentra el hombre a Cristo? ¿Lo ha hallado después de buscarlo con empeño, o lo ha encontrado por casualidad?
Cada uno de nosotros podemos recordar, allá en el fondo de nuestro corazón, como hemos encontrado al Señor en nuestra vida. Nuestros padres, un amigo, un sacerdote, la lectura de un libro, la lectura de los Evangelios, entrar en una iglesia y descubrir el palpìtar de la luz del Sagrario, una mirada a una imagen del Señor Crucificado, de la Santísima Virgen. ¡Son tantos los caminos que nos pueden acercar a Cristo!
¿Gozamos, verdaderamente, nos podemos preguntar, de tener este “tesoro” con nosotros? No llegaremos nunca a gozar de ese “tesoro”, si la presencia de Cristo ilumina solamente una parte de nuestro vivir: ir a Misa los Domingos; rezar de memoria y con poca atención el Padrenuestro; participar en las fiestas religiosas de nuestro barrio, de nuestra ciudad.
No podemos acostumbrarnos a tener ese “tesoro” con nosotros; no podemos acostumbrarnos a vivir con Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, día a día, semana tras semana. Si no nos acostumbramos viviremos esa “novedad” de estar con Dios hecho hombre, de descansar nuestro corazón en su Amor, de pedirle con confianza que acuda a nuestras necesidades; de sufrir con Él cuando tanta gente le desprecia, de dar testimonio con nuestra vida que Cristo vive en nuestra alma.
Y para animarnos a “dejarlo todo por Él”; a vivir así la “novedad” de Cristo en nuestra vida, el evangelio recoge una afirmación de Jesús a la muchedumbre, que nos ayuda a entender la verdadera riqueza del “tesoro” de que habla.
“Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. Quien tenga oídos que oiga”.
Jesucristo anhela con su vida, con sus palabras, con sus hechos, transmitirnos todo el Amor que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos tienen a cada uno de nosotros. Y esa es una tarea que nos ocupa toda nuestra vida. Nunca podremos llegar a descubrir ese amor en todos los acontecimientos de nuestra vida. Nos ocurren muchas desgracias, muchas contrariedades, muchas situaciones en la que nos situamos al borde de la angustia, en las que parecen borrarse de nuestra vista cualquier horizonte esperanzador.
Muchas veces ponemos todas nuestras energías en conseguir un triunfo inmediato en nuestro trabajo profesional, en nuestros negocios; y una vez conseguido descubrimos que no ha llenado nuestro corazón como deseábamos. Parece que la “vida de Cristo” en nosotros se desvanece.
Para descubrir ese “tesoro” de que Jesús viva con nosotros, hemos de comenzar por descubrir a Jesucristo mismo; a su Persona, a sus hechos, a sus enseñanzas. Así hicieron los apóstoles. A veces la luz del “tesoro” se oscurece, como les pasó a ellos cuando Cristo anuncia que va a dar a comer su carne y a beber su sangre (cfr. Juan 6). Todos le abandonaron, y ante la pregunta del Señor si también ellos querían abandonarle, Pedro le responde: “A Quien iremos. Tú tienes palabras de vida eterna”. Había descubierto el “tesoro” y estaba dispuesto a venderlo todo, y seguirle. Había descubierto la “perla de gran valor”, a la que se refiere el Señor en las últimas palabras del Evangelio:
“El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra” .
Pedro había comido con el Señor; había hablado con Él. Había comprendido que Cristo es “la piedra de gran valor”. ¿Qué hemos de hacer nosotros para mirar así a Cristo y convencernos, por la Fe, de que por Él vale la pena “venderlo todo”, y seguirle?
Conocerle y tratarle. Pan y Palabra. Evangelio y Eucaristía. Conocer a Cristo leyendo con calma, y con perseverancia, día a día, los Evangelios. Tratarle con confianza contándole nuestras penas y nuestras alegrías, y pidiéndole ayuda con la esperanza de que Él no nos abandona nunca. Recibirle con amor, y libres de pecado, en la Sagrada Hostia; acogiéndole con “la pureza, humildad y devoción con que lo recibió su Santísima Madre”.
De mano de la Virgen María descubriremos y entenderemos que el Amor de Cristo, su Hijo, es la “perla de gran valor”, que da sentido a toda nuestra vida con Él en la tierra, y nos prepara para que podamos un día “brillar como el sol en el reino de Dios Padre, el Cielo”.