En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:
« ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
No está un discípulo sobre su maestro, sí bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Hermano, déjame que te saque la mota del ojo», sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano». Lc 6, 39-42)
El Evangelio de hoy nos presenta una parábola de Jesús en la que el Maestro no tiene ningún reparo en llamarnos «hipócritas» a todos aquellos que tenemos una cierta ligereza para criticar y juzgar sin ningún miramiento a los demás y somos, en cambio, muy indulgentes con nosotros mismos. Cuando juzgamos, bien por las apariencias, bien porque pensamos que «el otro» no está actuando conforme a nuestros criterios, bien porque nos creemos superiores a los demás, nos transformamos, según la enseñanza de Jesús, en guías ciegos porque el juicio paraliza la conversión del corazón, nos sumerge en las tinieblas de nuestra confusión y nos inhabilita para un discernimiento ponderado y certero, de ahí el interrogante de la parábola: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?» (Lc 6, 24).
La enseñanza de Jesús sobre «los juicios a los demás» es muy clara y contundente, Él nos invita a no juzgar a nadie para no ser juzgados por Dios: «No juzguéis, para no ser juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados» (Mt 7, 1). Sin embargo, constatamos, todos los días, que fácil es ponerse a juzgar los defectos de los demás sin tener en cuenta los propios; con qué facilidad excusamos y disculpamos nuestros comportamientos y con qué ligereza y agresividad afeamos el modo de actuar de los que tenemos cerca y de cualquiera que se nos ponga por delante. Para muestra un «botón»: nuestros «juicios» contra los políticos… ¡con qué facilidad descalificamos, desaprobamos y condenamos a los otros simplemente porque no piensan, actúan y se comportan según lo que nosotros pensamos, decimos y queremos…! ¡Todos llevamos dentro, en nuestros corazones injertado un Tribunal Superior desde el que impartimos la «justicia universal» a nuestra imagen y semejanza!
Pues bien, a todos los que tenemos la ligereza de vivir en estado permanente de «juicio contra los otros», Jesús, hoy, nos llama: ¡Hipócritas! y lo justifica preguntándonos y diciéndonos: «¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ´Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo`, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano» (Lc 6, 42). Cuando la Escritura afirma que «muchos han caído a filo de espada, más no tantos como los caídos por la lengua» (Eclo 28, 18), se está refiriendo a los «juicios» con los que no sólo condenamos sino que también matamos en nuestro corazón a los hermanos. ¡Cuántas palabras hirientes han roto amistades y fracturado confianzas! ¡Cuántos cadáveres hemos dejado en el camino por un comentario inoportuno, una palabra agresiva o un insulto desmedido y despiadado! ¡Cuántas relaciones conyugales rotas por la agresividad y violencia verbal! Necesitamos aprender a comportarnos como nuestro Maestro Jesús que se ha dejado insultar, condenar y no se ha resistido al mal remitiendo en todo momento el juicio a Dios su Padre. Los cristianos, a imitación de Jesús, estamos llamados a no juzgar a nadie, a comportarnos como Él que sufrió por nosotros «dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Él que no cometió pecado y en cuya boca no se halló engaño; el que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino se ponía en manos de Aquél que juzga con justicia…» (1ª Pe 2, 21-23).
Una de las asignaturas pendientes hoy en la pedagogía educativa familiar y escolar es la de enseñar a hablar con respeto de los demás, hacerlo es una expresión de caridad cristiana y educación cívica. Aprender a dominar nuestra lengua es una tarea laboriosa y todo un arte tal y como nos lo recuerda la Carta de Santiago: «La lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de grandes cosas. Mirad qué pequeño fuego abrasa un bosque tan grande. Y la lengua es fuego … Ningún hombre ha podido dominar la lengua» (3, 5-9). Si somos conscientes de esta debilidad que padecemos, somos invitados a «no hablar mal unos de otros. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la Ley y juzga a la Ley; y si juzgas a la Ley, ya no eres cumplidor de la Ley, sino un juez. Uno solo es el legislador y juez, que puede salvar o perder. En cambio tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?» (4, 11-12). Y San Pablo también nos lo recuerda: «Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Dios» (Rom 14, 10).