En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. El separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.» Entonces los justos le contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?» Y el rey les dirá: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.» Y entonces dirá a los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.» Entonces también éstos contestarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?» Y él replicará: «Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.» Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.» (Mt 25,31-46).
En este primer lunes de Cuaresma el Señor nos invita con fuerza a la conversión por medio de este fragmento del evangelio de S. Mateo.
Cabe la tentación, y el error, de interpretar este evangelio desde un punto de vista moralista e incluso maniqueo: buenos y malos, ovejas y cabras, los de la derecha y los de la izquierda, los que van a la vida eterna y los que van al castigo eterno. Nada de esto tiene que ver, pienso, con la intención del evangelista. Nada que ver, con una relación causa-efecto. Si hacemos tal cosa, ocurrirá esto, pero si hacemos tal otra, ocurrirá aquello.
No quiero decir que este aspecto de retribución no esté presente en el evangelio. Pero me parece mucho más esencial otro aspecto que quizá quede un tanto oculto en el texto y, sin embargo, es de una importancia capital.
El aspecto fundamental es la total identificación que hace Jesús con sus «hermanos» (humildes hermanos según esta versión, hermanos pequeños, según otras). En definitiva, sus hermanos. Pero ¿quiénes son estos «hermanos» de Jesús?
S. Mateo narra en su evangelio la declaración que Jesús mismo hace al respecto: «En aquel tiempo, todavía estaba hablando Jesús a la muchedumbre, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera y trataban de hablar con Él. Alguien le dijo: ¡Oye! ahí fuera están tu madre y tus hermanos que desean hablarte. Pero él respondió al que se lo decía: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mt 12, 46-50)».
S. Juan narra también que cuando, después de resucitar, se presenta a María Magdalena al lado del sepulcro, y después de conversar con ella, le indica: «Ve donde mis hermanos y diles que subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras» (Jn 20, 17-18).
O también el evangelista Lucas, después de relatar la misión de los setenta y dos, afirma: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado » (Lc 10, 16).
Muchísimas son las identificaciones que aparecen el Nuevo Testamento entre Jesús y sus discípulos. Comentemos una más. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, Lucas expresa esta identificación al hilo del encuentro que Saulo tiene con Jesús Resucitado camino de Damasco, cuando va allí, con cartas del Sumo Sacerdote para las sinagogas, para poder llevar a Jerusalén atados a esos discípulos de Jesús, seguidores del Camino: «Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saúl, Saúl, por qué me persigues?» Él respondió: «¿Quién eres, Señor?» Y él le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues?» (Hch 8, 3-5).
A partir de ese momento Pablo descubre, y así lo anunciará y predicará el resto de su vida, que la Iglesia, la comunidad de los discípulos de Jesús Resucitado es el Cuerpo de Cristo visible en el mundo. Incluso Pablo mismo afirma que «ya no soy soy yo quien vive, es Cristo que vive en mí» (Ga 2, 20).
La vida de un cristiano es la vida de Cristo Resucitado, es un vivir en y para Cristo. Acoger a un cristiano es acoger a Cristo. Rechazarle, es rechazar a Cristo. Escuchar a la Iglesia y a sus miembros, es escuchar a Cristo, asistirla en sus necesidades, construirla y reconstruirla es construir el Cuerpo de Cristo. Y destruirla… «¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario» (1 Co 3, 16-17).
Por tanto el contexto de este fragmento de Mateo es la Evangelización. Acoger o rechazar la Buena Noticia de la salvación. El que la acoge, acoge al mismo Jesucristo. El que acoge el Evangelio, no puede por menos que convertirse en anunciador de esta Buena Noticia a los demás. La alegría del Evangelio (así la llama el Papa Francisco en su primera Carta Encíclica) es contagiosa, es expansiva, se irradia por doquier, se desborda. Y entonces aparece en el hombre que experimenta esta alegría una actitud de donación a todos los demás hombres, cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, amigos y enemigos, buenos y malos, afines y diferentes. Es una luz que brilla en las tinieblas. Una luz recibida. Una luz reflejada. Una luz que viene de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz. El que acoge esta Luz del mundo (Jesucristo Resucitado de la muerte), es compasivo y misericordioso, da de comer al hambriento y de beber al sediento, hospeda en su casa a los que lo necesitan, acompaña a los enfermos, sufrientes y encarcelados, Da limosna a los pobres y comparte sus bienes con los necesitados.
Es al revés: quien acoge a Jesucristo en su corazón, acoge a todos. Quien rechaza a Jesucristo, es un egoísta integral y sólo vive para sí mismo. Quien acoge la Palabra de Dios y la pone en práctica, vive en sencillez, humildad y alabanza constantes, como la Sagrada Familia de Nazaret, donde el otro es Cristo, y no un infierno, como decía J. P. Sartre.
«Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Sal 117, 26).
Ángel Olías.