«En aquel tiempo, dijo el Señor: “¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos? Se parecen a unos niños, sentados en la plaza, que gritan a otros: ‘Tocamos la flauta y no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis’. Vino Juan el Bautista, que ni comía ni bebía, y dijisteis que tenla un demonio; viene el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: ‘Mirad qué comilón y qué borracho, amigo de publicanos y pecadores’. Sin embargo, los discípulos de la sabiduría le han dado la razón”». (Lc 7,31-35)
Se trata de quejarse ante todo. Es un evangelio curioso este del día de hoy. El Señor manifestaba su preocupación comparando el corazón humano con una música no bailada y una endecha no llorada. Los niños en las plazas juguetean diciendo aquello de “tocamos la flauta y no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis”. Jesucristo expresa lo que debiera ser lógico y al parecer no lo es para el hombre. Si el Verbo se ha encarnado es para oírle, amarle y seguirle; y, sin embargo, ni se le oye, ni se le ama ni se le sigue.
Esto sucede en ambientes eclesiales donde se tiene una falsa humildad, un pudor desmedido, un rechazo implícito o explícito de la santidad. Son numerosas las personas que, por un motivo o por otro, se consideran indignos de la santidad o la consideran una empresa para gente especial o que tiene tiempo para ello. Y aquí hay algo que creo que falla. Si uno va un gimnasio, pagando la cantidad correspondiente de dinero, y cuando se presenta allí se planta y no hace nada de nada, ningún ejercicio ni usa ningún aparato, diríamos que algo raro pasa, que no es normal, que no es lógico. Si uno paga por un concierto para oír la novena de Beethoven y cuando está sentado en su butaca rehúsa oír el concierto tapándose los oídos, algo raro, no lógico, diríamos inmediatamente que pasa. Si uno se presenta en un restaurante a las tres de la tarde para comer y resulta que se considera indigno de comer y que le da apuro hacerlo, pensaríamos que no es normal. O ir al cine para justamente no ver una película, reventaría toda lógica normal.
Algo parecido sucede cuando uno es incorporado a la Iglesia por iniciativa misericordiosa de Dios y rechaza la santidad para él considerándose no capaz o indigno. No es lógico. Hay detrás una teología que no va bien.
Ya se sobreentiende que nadie es digno de la santidad, y que esta no es cuestión de puños, de esfuerzo personal. El problema no está en que se considere la santidad de este modo gimnástico, sino en que se rechaza la santidad incluso como regalo (siendo este el único modo de entenderla). Ahí radica el error: en que la santidad no la quiero ni en pintura. Y esto entra de lleno en la lógica del hombre viejo, pero no en la lógica de la gracia, de la respuesta al amor de Dios, en la acogida de su don de salvación. No resulta lógico rechazar el amor de Dios, que es lo más a lo que puede aspirar todo ser humano. Es realmente incomprensible pero de hecho se da. “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron” (Jn 1).
Naturalmente que la persona formada, no carente de educación, no puede quedarse así, tan tranquilo, al negar su respuesta al Dios bueno que se le acerca con tanto amor. Tiene que justificarlo para dejar su conciencia tranquila. “Vino Juan el Bautista, que ni comía ni bebía, y dijisteis que tenía un demonio; viene el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: Mirad qué comilón y qué borracho, amigo de publicanos y pecadores”.
Realmente impresiona. El que no quiere entregarse a la dinámica de la santidad busca excusas y altas teologías que justifican la propia mediocridad. La santidad es regalo, es respuesta y es colaboración. Regalo, porque solo Dios puede divinizar a la persona; Él tiene la iniciativa y Él da la capacidad. Es respuesta a esa iniciativa, a esa oferta de amor. Es colaboración porque se ha de mantener la respuesta afirmativa dada, a lo largo de la vida.
La Virgen, en su total libertad, dijo que sí al inmenso regalo de la maternidad divina. Y mantuvo ese sí como sustrato de una actitud permanente de santidad. Si yo no quiero recibir la santidad, se cae al suelo, no es acogida por mí, resulta estéril. Mi mérito no está esforzarme sino en recibir.
El mismo San Pablo considera santos a los simples fieles que por serlo participan en algún grado de la santidad de Dios. Siguiendo su doctrina, las cosas hay que hacerlas sin murmuración, sin quejas, sin discusiones, con corazón sencillo, en medio de una generación torcida y perversa (Flp 2,14-16). Quéjate menos y amarás mejor. No te quejes (de las iniciativas del Señor) y la santidad te visitará. Quema las inteligentes excusas para entregarte al plan de Dios. Aprende a ver las cosas como son, no como te puedan dar la impresión que son. Juan no está endemoniado, y Cristo es el Salvador.
Pero al hombre le gusta la queja, al hombre no bueno. Es el misterio del corazón enfermo que no quiere su medicina. En cambio, el hombre de buen corazón sabe, tiende y procura esclavizarse a la Voluntad de su Señor. Son ellos, “los discípulos de la sabiduría, los que le han dado la razón”
En cualquier caso, la teología de la gracia es muy profunda y tiene un largo recorrido como para ventilar los asuntos de un plumazo. Oigamos la Biblia, oigamos a los santos, oigamos a los teólogos de buena ley. La cosa no se inventó ayer.
Francisco Lerdo de tejada