¡No le soltaré jamás!, gritó también la esposa del Cantar de los Cantares cuando encontró al Amado de su alma. Había salido en su búsqueda desconsolada al no hallarlo en su alcoba, tal y como leemos en los primeros versículos del capítulo tercero del Cantar de los Cantares.
El drama lacerante por el que pasa esta mujer –imagen del alma- es muy actual. También hoy día el alma hambrienta y sedienta de lo infinito, constata que Dios “no está”. Ha sido exiliado de la vida pública, de la razón pensante. No es noticia en los medios de comunicación, es un estorbo para la ciencia, el progreso y hasta para las artes. Hablar de Él parece que sea un insulto a la inteligencia. Se le exilia, como en las más crueles dictaduras se hacía desaparecer a los testigos de las atrocidades cometidas;
también ahora es conveniente silenciar a Dios. Ya sabemos que esto es propio de un razonamiento muy escaso en luces. Los motivos son obvios: Si la vida ya es complicada en sí, cuánto más lo será si se deja que Dios tenga su campo en ella. Catequéticamente ésta es la realidad que se encuentra la esposa al despertar. No está el Amado de su alma, no está en la casa. No se abate, mas tampoco se resigna. Toma una decisión: salir de la casa, ir en su búsqueda aunque le digan que no existe, que todo fue un sueño. Resulta que todas las proclamas que anuncian su desaparición no pueden acallar el hecho de que su alma lo ha conocido. Tiene experiencia de Él. Con la certeza de quien ha visto al Invisible, se adentra en la ciudad, pregunta a unos y a otros por el Amado de su alma…, tan fuerte y persuasivo es el amor que la mueve. Afrontando imprudentemente todo peligro, llega incluso a las afueras de la ciudad, hasta sus murallas, donde se topa con los centinelas. Deshecha en lágrimas les pregunta: “¿Habéis visto al amor de mi alma?” (Ct 3,3). Recordemos que es al pie de las murallas donde tenían sus casas las prostitutas. Y es que hay imprudencias…, hay imprudencias que roban el corazón a Dios.
Una audacia así solamente es comprensible desde un amor que raya en la locura, que no conoce miedos ni precauciones. La ventaja de la esposa consiste en que su locura es más lúcida que la sensatez de aquellos que, por no arriesgar en su búsqueda, nada encuentran. Nada entienden los centinelas que montan guardia al pie de las murallas. Son asistentes a un espectáculo absurdo, incongruente. Ciertamente, nada entendieron, pero Dios sí. Y tanto es lo que entendió que se hizo –como siempre en estos casos- el encontradizo con ella. No se nos dice cómo fue el encuentro, tampoco nos hace falta conocer bien los detalles. Sabemos lo suficiente, lo esencial. Y es que cuando el Amado dijo al alma/esposa ¡aquí estoy!, al igual que Jacob que se aferró a Dios, también ella se hizo un abrazo con Él, y con un gemido, dado a luz desde el estremecimiento, proclamó su victoria por todo el universo: “Encontré el amor de mi alma, no lo soltaré jamás” (Ct 3,4).
Fijémonos, por fin, en aquellos dos discípulos que, defraudados de todo y de todos y como huyendo de sí mismos, se alejaron de Jerusalén hacia su aldea Emaús. Mucho les pesaba el corazón. Todo lo que habían vivido y creído, lo que habían abrazado como el ancla de su vida, había quedado en nada, en el más frustrante vacío. Aquel en quien sus almas habían puesto sus ojos, había muerto como un maldito… crucificado.
Él, el Resucitado, va a su encuentro. Con un amor delicadamente materno siembra la Palabra en sus corazones abatidos. Brasas son las que salen de la boca del compañero de camino que suavemente caldea sus corazones tan huérfanos y desvalidos. Llegan a un cruce en su caminar, hay que despedirse, pero no… Al unísono le forzaron, así es como textualmente dice Lucas (Lc 24,29). Le forzaron a quedarse con ellos en su casa. Le forzaron como Jacob, como la esposa del Cantar de los Cantares. Las palabras que le dijeron no tenían vuelta de hoja: ¡Quédate con nosotros…! ¡Y se quedó con ellos!
¡Quédate! He ahí el grito de quien atisba una chispa de la luz y del amor de Dios en una sociedad en la que hay que pagar por todo. Por aplaudir y porque te aplaudan, por nombrar y porque te nombren y, sobre todo, por amar y para que te amen. Son unos peajes demasiado gravosos para el crecimiento normal de cualquier persona. ¡Quédate!, dice entonces el alma a Dios. Quédate, que es el tiempo de miradas y amores, de guiños y complicidades, de calor en las manos… ¡Quédate!
Antonio Pavía