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Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. (Marcos 16, 9-15)
La liturgia de esta semana de la Octava de Pascua es un canto al hecho real, histórico, que es el fundamento de nuestra Fe: la Resurrección de Cristo. Y la Resurrección de Cristo es, a la vez, anuncio y adelanto de nuestra propia resurrección que tendrá lugar al final de los tiempos. “Dios (…) nos dio vida juntamente en Cristo, y nos resucitó con Él y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef 2, 6). Dios Padre quiere vivir eternamente con todas sus criaturas, hombres y mujeres, que le han buscado en Cristo Jesús, que le han seguido, que le han amado, en su peregrinar sobre la tierra.
En el Evangelio de hoy, Marcos concentra en pocas líneas los pasos de Cristo durante los días que vivió en la tierra después de la Resurrección. El evangelista es breve y muy escueto, pero en su brevedad nos permite abrir el alma para recibir la luz de la Resurrección de Cristo en todo su esplendor.
María Magdalena espera el amanecer del tercer día y sale decidida a embalsamar el cuerpo de Jesús, con los mejores aromas que su corazón le indica. Busca el cadáver de Jesús, y se encuentra el Cuerpo Glorioso de Cristo Resucitado. El Señor ha premiado su diligencia –su amor, “muy de mañana”- , la ha consolado de su pena –“¿por qué lloras?”- y le ha confiado la gran misión: “Ve y anuncia”.
Y su Fe renacida, la ha convertido en el primer testimonio de la Resurrección. María Magdalena va a ser “apóstol de apóstoles” .
Los dos “que iban caminando hacia una finca”, son los discípulos de Emaús. La visión de Cristo clavado en la Cruz les ha trastornado. ¿Después de tantos milagros, después de la resurrección de Lázaro; esta derrota ignominiosa?. Han perdido la esperanza, y, además, no saben esperar. Están impacientes, y ni siquiera dejan pasar las horas hasta el mediodía del tercer día para saber si el Señor ha resucitado, si alguien le ha visto ya sobre la tierra. Les han llegado rumores de mujeres que dicen haberle visto, ¿son de fiar?; ellos no les prestan oídos.
Jesucristo camina a su lado, a su altura. ¡Eterna y amorosa paciencia de Cristo!. Camina con ellos, les abre el entendimiento para que lleguen a descubrir la luz de las Escrituras. Camina con ellos y va llenando su corazón de luz y de paz, hasta que ellos se atreven a hacer la gran petición. “Quédate con nosotros”. El Señor cuenta siempre con nuestra libertad; y la libertad es movida por la Verdad y por el Amor a la Verdad.
María Magdalena sabe que Cristo es Dios, que Cristo es la Verdad, y sale a buscarle, aun sin comprender como la Verdad ha podido sufrir la Muerte. Era necesario que descubriese la Verdad de Cristo Resucitado.
Los de Emaús han dado el paso que los salva. No han visto todavía al Señor Resucitado; pero en su corazón ha reverdecido el amor a Jesús “mientras le escuchaban atentos por el camino”. Y su libertad se pone en marcha para no dejarlo partir de su lado. “Quédate con nosotros”. Y el Señor, paciente, se queda con ellos asentado para siempre en lo más hondo de su alma. Y ellos, presurosos, “fueron anunciando a los demás”.
Los apóstoles continúan desconcertados, oyendo rumores aquí y allá, pero sin creer nada y sin ponerse en marcha a buscar a Cristo. Y el Señor se lo echa en cara: “Se apareció Jesús a los Once cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado”.
Las mujeres les han transmitido lo que han visto y oído, pero ellos son incrédulos. En su cabeza no hay lugar todavía para aceptar que un muerto vuelva a vivir. Ellos, que van a ser el fundamento del testimonio de la Resurrección de Cristo, que la Iglesia tiene que continuar dando a los hombres, generación tras generación, hasta el final de los siglos, aprenden a no fiarse de sus propias fuerzas; a descansar en el Señor, y a pedirle que les aumente siempre la Fe.
Las palabras del Evangelio resuenan hoy en un mundo que de alguna manera vive esta búsqueda de la verdad; y a la vez, cada uno busca su propia verdad.
María Santísima, que permaneció firme a los pies de la Cruz. Ella sostuvo a los apóstoles reunidos en espera del anuncio de la Resurrección; y fue, sin duda, la primera criatura que vio el Cuerpo Glorioso de su Hijo. De su mano, nuestra alma se abrirá para pedir perdón por nuestros pecados, y recibir así la Misericordia de Dios, y poder gozar de la Resurrección de Cristo, y en Cristo, en la tierra y en el Cielo.