¡Cuánto amo tu voluntad!
Todo el día la estoy meditando.
Tu mandamiento me hace más sabio que mis enemigos,
siempre me acompaña.
Soy más docto que todos mis maestros,
porque medito tus preceptos.
Poseo más cordura que los ancianos,
porque guardo tus leyes.
Aparto mi pie de toda senda mala,
para guardar tu palabra.
Nunca me aparto de tus mandamientos,
porque tú me instruyes.
¡Qué dulce al paladar me es tu promesa:
más que miel en la boca!
Por tus decretos cobro inteligencia,
por eso odio el camino de la mentira.
Lámpara es tu palabra para mis pasos,
luz en mi sendero.
El salmo 118, el más largo de la Escritura, se derrama a lo largo de las cuatro semanas del salterio en la oración de la hora intermedia. Dura así todo el año. El martes de la segunda semana desgrana y sintetiza un tema tan importante como es la ley, los mandamientos, los decretos, la voluntad de Dios o la Palabra. Ni más ni menos que, en palabras de San Pablo, aquello que pasa a ser el pedagogo, el ayo que precedería al Maestro (ver Ga 3,23-26) y que, mientras Él llega en persona, es lámpara, luz en el sendero del que busca.
Leído desde fuera resulta pretencioso, pues diríase que el salmista se sitúa por encima del común de los mortales y los mira con desdén (“me hace más docto que mis maestros, cobro inteligencia…”). Siempre me he sentido incomprensiblemente atraído por este salmo. Su reiterada lectura me ha invitado pues a mirarlo desde dentro, a descubrirlo vivo dentro de mí. He preferido rezar con él antes que disertar.
la ley del Señor reconforta el alma
Realmente tu Ley, Señor, es mi maestra y no temporalmente. Presiento que será la compañera en mi caminar hasta el final, pues esta ley, que también hiciste tuya, Dios mío, no estaba llamada a desaparecer sino a ser cumplida. “No he venido a abolir la ley sino a cumplirla” (Mt 5,17-19).
Ciertamente no podíamos cumplirla porque estaba fuera de nosotros, la rechazamos, la arrojamos del corazón cuando maliciosamente extendimos la mano hacia el árbol prohibido; cuando optamos por competir contigo y la expulsamos de nosotros quedando desnudos, aislados, fuera del Paraíso.
Hoy reconozco, Señor, que el Paraíso no es un lugar físico, sino una forma de habitar sobre la Tierra que hemos perdido, es sencillamente vivir en tu presencia, Dios mío. Mas de él —del Paraíso— nos queda un eco en el corazón que no podemos apagar: “Me creaste para Ti Señor y mi corazón no descansará hasta que lo haga en Ti”, como dice San Agustín.
Fuera de Ti, Señor, ¿qué nos queda? Esta Ley que nos sigue marcando el camino por muy alejados que nos encontremos de Ti, esta Ley que no podemos cumplir en su hondura, pero que nos tranquiliza saber que existe, que está ahí, porque Alguien está al otro lado de la mano que nos ofrece.
Durante siglos, avanzada ya la historia de la salvación, esta Ley estuvo guardada en el más santo de los lugares, en el corazón del Templo, en su “Sancta Sanctorum”, esperando el momento oportuno para expresarse por sí misma. Representaba a Dios pues con Él mismo era identificada. Anteriormente había acompañado al pueblo elegido en su caminar por el desierto hacia la tierra prometida. Entregada por Dios a Moisés en el Monte Sinaí, anduvo con los suyos. Caminaba en el arca y con ellos dormía como uno más, en una tienda. Guiaba al pueblo cuando era consultada y era testigo de sus errores cuando no contaban con ella, pero allí permanecía. Estando en boca de todos, no ocupaba el corazón de los hombres, por ello, porque no le dejaban, no podía cumplir su misión.
lo bueno, lo agradable, lo perfecto
Llegada “la plenitud de los tiempos” (Ef 1,10 y Ga 4,4), se produjo el acontecimiento más añorado; la Ley pasó de habitar en el lugar puro por excelencia, el Templo, al lugar más impuro, el corazón del hombre, cumpliéndose así la profecía que más certeramente apuntaba a la venida del Mesías: “He aquí que días vienen en que pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jr 31,31.33b).
La Ley se identificó con la Palabra encarnada, “puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14), haciéndonos hijos de Dios, permitiéndonos en Cristo recobrar la imagen perdida, la del auténtico hombre, un nuevo Adán. El Verbo y la creatura hechos uno, Dios y el hombre de nuevo unidos retornando al Paraíso: “De mí está escrito en tu libro, que yo haga Señor tu voluntad. Dios mío, eso sólo quiero, tu Palabra grabada en mis entrañas” (Sal 40, 8-9).
¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!, desde que experimenté como cierto que amando mi vida la pierdo y me lleno de desasosiegos. Desde que di crédito a tus palabras: “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y al que me ame, mi Padre lo amará, y yo también lo amaré y me revelaré a él… el que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 21.23).
Desde que voy comprendiendo que tu decisión es irrevocable, que has decidido cambiar de templo, habitar en lo escondido del corazón humano, del mío concretamente, me voy atreviendo a buscarte allí, en lo más profundo de mí mismo, donde nunca he querido mirar por miedo a encontrarme solo conmigo. Y no saliendo de mi asombro, lo medito día y noche; y, cuando dejo de hacerlo, vuelvo a mis tropiezos, como Pedro hundiéndose en las aguas por no mirarte a Ti.
Mis enemigos me acechan tan pronto amanece, antes de posar el pie en el suelo. ¿Serán ciertas tus promesas? ¿O fueron fruto del sueño que se desvanece con el alba? Por eso desde la mañana he aprendido a refugiarme en Ti, a orar, a mirarme en tu espejo, en tu Palabra, sin necesidad de que otro me adoctrine, por puro temor a tu ausencia (“Temor de Dios” lo llaman). Y he aquí que tu mandamiento me hace más sabio que mis enemigos; se ríe de ellos, siempre me acompaña. Mi corazón se regocija en Ti, me enseña a dejarte a Ti las riendas de mi vida.
mi ley es Cristo: su seguimiento, nuestra norma
Durante la jornada me rodea la prepotencia de los coherentes, de los que van a favor de corriente pese a que se resienta toda la naturaleza, de los que opinan que todo tiene un precio, que todo es opinable, que nada es verdad. Me arrincona la jactancia de los satisfechos, de los que se ríen en el banco de los burlones porque acaparan la opinión de la mayoría y dejan empequeñecido al que no se orienta en la misma dirección. Y me espanta imaginarme a mí mismo sin haberte conocido a Ti, sabiendo la fragilidad de la que estoy hecho y la fuerza de la masa aleccionada.
Es en este momento cuando percibo que no estoy solo, Señor, que he guardado tu palabra y que ella me devuelve la cordura y me hace docto; y, meditando tus preceptos, me hago fuerte contigo, no me doblego ante la imposición del poderoso ni camino por la senda que me ofrece. Cuanta más atracción experimento hacia tu presencia silenciosa dentro de mí, más la prefiero porque me valora por mí mismo; esto es, me siento amado por ella, porque me da una fortaleza indestructible al no apoyarse en realidades cambiantes, porque me hace inteligente, capaz de discernir la verdad que sí existe y que puedo proclamar al prójimo mirándole a los ojos. Y marcho feliz por el sendero que esa presencia ilumina aunque conlleve desprecios y vacíos.
Y de todos los mandamientos, ¿cuál es el más importante? El más importante es “todos”, pues los diez conducen al único, amarte a Ti y amar al prójimo (bien lo sabía ya el escriba que te preguntaba, aunque quiso oírlo de tus labios). No otra cosa es honrar al padre y a la madre, y el no matar ni dañar, y el no cometer ni desear lo impuro, y el no mentir y el no codiciar ni quedarse con lo ajeno, y mirar bien al otro, y desear al otro lo mismo que para mí, y amarlo como yo deseo ser amado.
Y amar a Dios sobre todas las cosas y respetar tu Nombre y hacer santo el día a ti consagrado es ponerte como centro y finalidad de la existencia. Y guardar todo esto en el corazón, es encarnarlo como tu madre encarnó la promesa que le fue hecha de parte tuya: eso es entrar en la Tierra Prometida, retornar al Paraíso. Parecía tan difícil reencontrar el camino perdido…, tanto como tragarse el orgullo cuando he vuelto a colocarme en el centro de la creación. Quién iba a decirnos que todo iba a quedar encerrado en algo tan sencillo como un “sí”, como un “hágase en mi según tu palabra” (Lc 1,38).
Y todo vuelve a comenzar, pasó lo viejo, todo es de nuevo, nuevo. He aquí la leche y la miel que se espera de la Tierra Prometida, experimentar el amor de Dios y el de los hermanos. Experimentarlo primero para luego reflejarlo, pues el amor tiene una fuente que no soy yo, “el amor consiste en que Él nos amó primero” (1Jn 4,19). De ahí el asombro —¡qué dulce me es tu promesa, más que la miel en la boca!—, pues no hube de desgarrarme para el encuentro contigo, me vino gratis de lo alto. Todo lo más, entrar en mi mismo y reconocer que en casa de mi Padre se puede vivir, porque la vida sin Ti no es vida.
Y al atardecer, cuando el día declina, puedo elevar mi plegaria sabiendo que es escuchada y deleitarme al compartir tu promesa con los hermanos que me regalas “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos sino aquellos que guardan mi Palabra y la ponen en práctica?” (Mc 3,31-35). Realmente queda pequeña la carne y la sangre, cuando es tu Palabra la que nos traba y tu Espíritu el que recorre nuestras venas.
No, no es pretencioso el salmista. Sencillamente es dichoso, como lo es todo aquel que acepta ser habitado por la Palabra. Concédeme Señor nacer de lo alto todos los días y poder morir repitiendo con el salmista ¡Cuánto amo tu voluntad!