Estimada Muerte:
Quisiera hoy explicarte la “esperanza” que, a pesar de lo que me acobardas, mantengo firme en mi mente y corazón cuando te veo rondar a mis seres queridos. Te diré que el mismísimo Kant, aquel genial filósofo del siglo de las Luces, consideró la pregunta “¿Qué me cabe esperar?” como una de las principales que la actividad filosófica ha de procurar responder. Seré sincero. Voy a narrar en pocas palabras cómo anhelo situarme ante tu inevitable llegada, a pesar del relativismo cultural y religioso en que habito.
Antes de nada quisiera señalarte que soy de la opinión de que aquel interrogante de Kant puede ser transformado, siguiendo la estela de los filósofos españoles Zubiri y Marías, en otro más íntimo: “¿Qué va a ser de mí?”. Esta es la pregunta realmente inquietante que aflora en situaciones límite, e incluso en medio de gratificantes experiencias. Presupone un deseo profundo de “ser” frente a diversas amenazas psicológicamente desestabilizadoras: enfermedad, dolor, vejez, y, especialmente, aniquilación definitiva del yo. Cuando en futuro próximo circundes mi cotidianidad de modo alarmante, quizá la desesperación y el desconsuelo invadirán mi alma. No lo sé. Tal pregunta me sitúa ante un futuro incierto. Impulsa a sondear si seré conducido hacia un destino negro o se encaminan mis horas de vida hacia una nueva luz. ¿Podré esperar algo más allá de tu acción dañina y contundente?
Cuando reflexiono en el devenir de la existencia, me percato de que la incertidumbre forma parte constitutiva del vivir cotidiano. No tengo conocimiento pleno de lo que me acontecerá en futuro próximo o remoto. Mas sí constato la fragilidad real de mi cuerpo y de mis capacidades intelectuales. Las experiencias de dolor, las pequeñas o grandes enfermedades, el paso implacable del tiempo que me arrastra hacia la madurez y la vejez, todo ello está clamando de un modo físico y psíquico que lo que cabe esperar, si desde la pura y fría razón lo analizo, resulta poco halagüeño: debilidad, enfermedad, dependencia, ancianidad, sufrimiento, dolor, soledad, y tu visita agobiante… Si me paro a pensar en la vida (actitud esta nada fácil hoy) contemplo con claridad que la dimensión temporal del existir está manifestando “a gritos” lo que va a ser de mí: tras unos cuantos años (muchos o pocos, tú sabrás) desapareceré de la faz de la tierra, me enterrarán, dejaré de ser un alguien, un yo reflexivo, volitivo, comunicativo, emotivo…; el olvido, la nada, la sombra, la desaparición total de mi querido yo será inevitable. Entonces, si analizo tal perspectiva con honradez, si me pregunto “¿qué me cabe esperar?” o “¿qué va a ser de mí?”, llego a una conclusión bien compartida: lo único que con certeza conozco del futuro es la pena capital que me has impuesto antes ya de nacer del seno materno.
Sin embargo, no puedo detenerme en este ejercicio imaginativo. El afán indagatorio que suscita la inteligencia me conduce a seguir preguntando con inquietud filosófica: ¿estoy absolutamente seguro de este destino?, ¿tengo total certeza de que mi yo personal dejará de ser, que tu fuerza agotará toda esperanza, que el último suspiro me lanzará al abismo, al abandono, a la oscuridad tenebrosa? ¿Qué va a ser de mí, de ti, de aquél, de todos? ¿La nada? ¿La desintegración del yo corpóreo? ¿El sueño profundo sin despertar?…
de la tiranía al reino eterno
No tengo, no tenemos certeza alguna. Suponemos, imaginamos, creemos, afirmamos, desde los conocimientos científicos que nos vienen dados, la “imposibilidad” de que exista otra realidad distinta a la que contemplamos y vivimos espacio-temporalmente, de que pueda surgir otra vida, otra luz, otra forma de ser tras tu intervención corrosiva. Pero bien has de saber que la ciencia no es siempre la última respuesta a las ansiedades humanas. Indago continuamente cuestiones existenciales a las que la ciencia no ofrece respuesta segura. ¿Por qué he de dar toda credibilidad a los conocimientos científicos? Los enigmas de la existencia, y entre ellos la incertidumbre respecto del futuro de mi ser ante tu llegada, no quedan resueltos con los hallazgos científicos. La ciencia explica cómo son las cosas, pero no el que las cosas sean. Así lo apuntó hace años el genial filósofo vienés Wittgenstein. De igual modo, cabe afirmar que la ciencia médica nos explica cuándo un ser humano ha cruzado a la “otra orilla”, según los parámetros de lo que es el vivir, pero nada puede asegurar si la destrucción de mi organismo —lo único verificable empíricamente— constituye en realidad el final definitivo de ese alguien corporal, racional, moral, en definitiva, espiritual, que fui “yo” durante décadas…
Y aquí, en este punto, la respuesta cristiana ofrece una explicación plausible de nuestro destino, una esperanza razonable de lo que va a acontecer con la realidad de cada persona. Sí, es totalmente cierto que el cuerpo, por la enfermedad y la vejez, se va debilitando, desmoronando, declinando, apagando… Pero también cabe afirmar razonablemente, con los “ojos del corazón” y no con la razón científica, la esperanza que las palabras de aquél converso Pablo de Tarso transmiten con penetración sin par. Permíteme que te las presente aquí, aun siendo consciente de que poco o nada te agradarán:
“…Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles, son eternas. Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste… Así pues, siempre llenos de buen ánimo, sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión. Estamos, pues, llenos de buen ánimo y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor…” (2 Cor, 4,14-18; 5,1-10).
la alegría de la vida recobrada
Numerosos textos del Nuevo Testamento (que no viene al caso referirte) me impulsan a una esperanza razonable. El ser humano, tras radicales preguntas que carecen de respuesta estrictamente científica, puede aceptar, sin violentar su capacidad racional ni, por supuesto, sus aspiraciones más profundas, las afirmaciones cristianas sobre el destino de cada persona. Y he de recalcarte que esta esperanza no está fundamentada en elucubraciones filosóficas, ni en meros deseos psicológicos con los que se busca superar las frustraciones de la existencia. No. La respuesta a la pregunta kantiana “¿qué me cabe esperar?” o a la zubiriana “¿qué va a ser de mí?”, está estrechamente vinculada al testimonio histórico que discípulos de Jesús de Nazaret (sin miedo al martirio por tal atrevimiento) en unos años concretos y en lugares determinados proclamaron ante miles de judíos y gentiles: aquel rabino torturado, asfixiado en una cruz y sepultado en una fosa, ha sido rescatado de tus portentosas garras, te ha vencido definitivamente, a ti que has llegado a ser “el último enemigo del hombre”. Con ello se desveló, por una parte, la divinidad de aquel crucificado, y por otra, la “deificación” del ser humano, la vida inmortal que espera a cada persona creada y amada por Dios.
Los discípulos, con tan sorprendente experiencia, se sintieron con la misión de difundir por todo el orbe conocido que gracias al modo de padecer y de morir de aquel nazareno, y a su resurrección gloriosa por parte de Dios-Padre, nuestro ser corporal (que poco a poco se va desmoronando) y nuestra identidad personal no serán aniquilados por tu poder corrosivo. Seguramente te parecerá todo esto “un cuento chino”. Estás en tu derecho de pretender engañarnos. Sin embargo, te diré, en contra de lo que tantos incrédulos aseveran, que no fue la huida proyectiva y fantasiosa de los seguidores de Jesús, seres acobardados por un destino cruel, la que originó la “invención” de la resurrección de Cristo, sino una experiencia real, palpable, de que algo totalmente nuevo había acontecido en la historia de la humanidad.
Y ante esta proclamación con testimonios creíbles de la esperanza más sublime, la noticia más maravillosa transmitida durante siglos generación tras generación, me pregunto en mi interior con no escaso espíritu dubitativo: “Pero, vamos a ver, Enrique, a pesar de todo lo que has leído en los Evangelios y en libros teológicos, explica cómo puede ser eso de la ‘resurrección’. Si mi cuerpo, como el de todos, se está ya desmoronando y con tu letal ataque se corromperá totalmente, ¿cómo es posible que mi consciencia (apagada para siempre la actividad cerebral que la alimentaba) y mi organismo (convertido ya en volátil polvo), vuelvan a una auténtica vida?…”. Estas preguntas afloran no pocas veces en mi mente cuando en ti medito y ante ti me asusto. Es más, como tú misma habrás comprobado, la mentalidad científica hoy dominante a todos arrastra a negar la posibilidad de que la realidad humana, cuya base orgánica ha sido aniquilada por el proceso de putrefacción que inyectas en el cuerpo, pueda volver a recobrar vida plena.
rotas las cadenas, los sepulcros están vacíos
Has de saber que tales dudas, tan lógicas por otra parte, ya fueron presentadas por algunos primeros oyentes del anuncio del Evangelio, según reconoce el propio Pablo de Tarso. La respuesta que les ofreció a aquéllos no deja de ser razonable y, por tanto, creíble para mí y para tantos otros cristianos, aunque quieras seguir atemorizando a todo hombre y mujer con astutas artimañas, estratagemas de enemigo vencido, de perro huido con el rabo entre las piernas. Espero que no te moleste la trascripción, una vez más, de sentencias tan esperanzadoras como escasamente meditadas:
“Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo, por ejemplo o de alguna otra planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar… Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual… Os digo esto, hermanos: La carne y la sangre no pueden heredar el Reino de los cielos; ni la corrupción hereda la incorrupción… En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?’. El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero, ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1 Cor, 15,35ss.).
Tras lo escrito, quisiera insistirte en algo que me parece del todo clave a la hora de mantener de un modo razonable la esperanza que pretendes arrebatarme. Proviene ésta de una experiencia histórica acontecida en lugares y tiempos bien conocidos, transmitida con lenguaje comprensible para los hombres de hoy, y gracias a una lengua genial y precisa como la griega, primer vehículo del pensar filosófico. Aquello que ante tu poder aniquilador cabe esperar (a mí y a todos los que hayáis leído este epistolario), proviene de un evento realmente “inesperado”, de un hecho histórico tan novedoso y potente que ha constituido para gran parte de la humanidad el eje de la historia universal, el centro del devenir social, político y cultural de nuestra civilización occidental. Jesús de Nazaret, aquél a quien tú misma asfixiaste en la cruz a las afueras de Jerusalén, hubiera quedado sepultado y olvidado por los siglos de escombros, como tantos centenares y miles de ajusticiados por el poder romano. Nadie sabría hoy nada de su existencia. Sin embargo, si hasta nosotros llegan sus palabras, sus obras, su modo de ser y de entregar la vida, es porque algo inaudito aconteció tras su crucifixión. Comprenderás que no se explica la difusión mundial de su mensaje y el anuncio de su resurrección como resultado de un mero deseo psicológico de unos cuantos amigos acobardados, que tras superar los primeros miedos, se pusieron de acuerdo en continuar su “causa” algunas décadas más.
no está muerto, ha resucitado y vive con nosotros
A mi juicio, el pensar filosófico también ha de preguntarse por qué un personaje ha llegado hasta hoy con tanta fuerza cultural y religiosa que centenares de millones de personas en todo el orbe se identifican como discípulos, seguidores, amantes de su persona y salvados por su obra redentora más allá del tiempo y del espacio. Algo fuera de lo común sucedió en la historia de la humanidad en unos cuantos kilómetros cuadrados, alrededor de Jerusalén. Y ésta es, te diré una vez más, la sublime esperanza que cabe mantener ante tus zarpazos y trampas terribles: lo que aconteció en Jesús de Nazaret (la resurrección), realmente acontecerá también en mí, en toda persona. Has de saber que lo esperado por los cristianos no son fantasías, utopías, ideales políticos, buenos deseos, proyectos sociales, etc., sino algo real y profundo, otorgado por Dios a los hombres a través de Jesucristo, sin ninguna oposición a la inteligencia ni a los anhelos del corazón humano. Desde entonces, la existencia frágil, enferma, vulnerable, dependiente, sufriente y muriente adquiere una luz de sentido, una proyección trascendente. Dado que tú persigues la desaparición total de nuestro ser con perseverancia maniática y obsesión destructiva, quisiera acabar por ello esta última meditación dirigida a ti, temida Muerte, con sencillas y consoladoras palabras paulinas, que paralizan tus perversas intenciones:
“No queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús” (1 Tes 4,13-14).
¡Ojalá que los textos referidos en esta carta te hayan desvelado para siempre, Muerte mía, que tu capacidad de asustar a los humanos es tan limitada como intensa es la esperanza cristiana que alimenta nuestra vida!
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