«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: ‘Me voy y vuelvo a vuestro lado’. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo”». (Jn 14, 23-29)
En este pasaje del Evangelio de Juan se responde a una cuestión planteada al principio del evangelio, (capít. 4; El encuentro de Jesús con la Samaritana): El lugar de la presencia de Dios, del nuevo centro del culto. Este culto ya no está ligado a ningún espacio físico, ahora es la persona, la comunidad que muestra su amor al Señor manteniéndose fiel a su palabra, el único lugar de culto legítimo. Por la fe, el Espíritu Santo convierte al creyente en morada de Dios.
Para los discípulos y para la comunidad, Jesús ocupa en cierto modo un doble lugar. Está presente en la comunidad por medio del Espíritu Santo y por su palabra, y está también junto al Padre. La ida de Jesús al Padre es la condición para su presencia permanente en la comunidad y para el envío del Espíritu Santo que explicará y actualizará las enseñanzas de Jesús.
Cuando en la Biblia se habla de paz, no se refiere solo a un saludo o una despedida. Se trata de un estado de cosas positivo, que no solo incluye la ausencia de la guerra y de la enemistad personal, sino que comprende, además, la prosperidad, la alegría, el éxito en la vida, las circunstancias felices y la salud entendida en sentido religioso.
La paz aparece como en la poesía de Isaías, (11,1-11), casi como un estado cósmico de seguridad exterior, prosperidad, fecundidad y bienestar general, como una gran reconciliación de la sociedad humana y la naturaleza, que Dios nos regala. Estas palabras de Jesús no son una despedida al uso, sino un don que hace a los discípulos.
Y, como no…, no dejemos de tener presente en nuestras conciencias y en nuestro corazón, la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, en cada Sagrario. Ahí nos espera el mismo Cristo, presente en cuerpo y alma, desde hace más de 2.000 años…
Manuel Ortuño