«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Es inevitable que sucedan escándalos; pero ¡ay del que los provoca! Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar. Tened cuidado. Si tu hermano te ofende, repréndelo; si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: ‘Lo siento’, lo perdonarás”. Los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería”». (Lc 17, 1-6)
La escena evangélica de hoy podría trasladarse a nuestro tiempo con facilidad. Suponed que un trabajador de vuestra empresa llega puntual a su puesto y se pone a trabajar. ¿Os acercaríais a él para felicitarle por la hazaña? ¿Tendría un profesor que felicitar a un alumno porque ha venido al colegio un jueves y está sentado en su pupitre? ¿Hay que agradecer a un policía que esté de servicio que se haya puesto su uniforme?
Esos gestos serían de auténtica burla para esas personas. Sin embargo, si ese trabajador se queda más horas de las que le corresponden para terminar un asunto urgente o si el alumno acude al Colegio un día no lectivo para una actividad de voluntariado o si el policía ha intervenido en la detención de un delincuente peligroso, entenderíamos rápidamente las felicitaciones y expresiones de gratitud de sus superiores.
Así son las cosas de los hombres, lo ordinario no se agradece, lo extraordinario sí. Pero, ¿qué es lo ordinario y qué lo extraordinario ante los ojos de Dios? ¿Cuáles son las obras justas, las buenillas y las superbuenas? ¿Qué obras son dignas de oro, plata y bronce y cómo es el podium de nuestras obras en la Olimpiada de la vida?
Volviendo a nuestro habitual modo de discurrir, cuando no robo y no mato y cumplo con mis obligaciones básicas, sería como el criado del Evangelio, hago lo que tengo que hacer. Pero cuando ayudo a una viejecita a cruzar la calle siento en mi interior que merezco algún reconocimiento especial del Cielo, y si ayudo en un Centro de minusválidos todas las semanas y además canto con mucho sacrificio en el coro de la parroquia, doy por hecho que Dios está en deuda conmigo por lo rematadamente bueno que soy. Salvando las dosis de guasa de esta descripción, en realidad, somos todos un poco así cuando hacemos el bien.
Yo no puedo —y creo que nadie— medir las obras que en nuestra vida serán meritorias de felicitaciones y agradecimiento de nuestro Jefe del Cielo y cuáles no serán para tanto. Solo sé que hay dos hechos incuestionables en este mundo de lo bueno y de los premios por serlo.
El primero es que los campeones de bondad que nos han precedido, los plusmarquistas y medallas de oro: Teresa de Jesús, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Pio de Pietrelcina, Maximiliano María Kolbe, Teresa de Calcuta y otros tantos, tenían una visión de este asunto muy diferente a la nuestra. Cuantas más y mayores eran sus obras de caridad, cuanto más orgullosos y satisfechos se tendrían que sentir por su conducta ante Dios, reconocida por sus contemporáneos y luego por el mundo, tanto más insignificantes se sentían porque se comparaban con la grandeza y el amor de ese Dios por el que hacían todo lo que hacían.
Estos personajes a los que llamamos santos batieron un récord de bondad con sus obras de apostolado y de caridad, se pasaron la vida haciendo el bien de un modo heroico y, sin embargo, ninguno sintió ni por asomo que su vida fuese extraordinaria, sino que todos en su humildad se sintieron de verdad en continua deuda con Dios por las gracias que recibieron en su vida.
Fueron siervos inútiles como los del evangelio de hoy y, a pesar de la enorme bondad de sus vidas, sintieron que hacían solo lo que tenían que hacer. Algo falla cuando Teresa de Calcuta no se cree meritoria del amor de Dios y, en cambio, nosotros muchas veces sentimos que Dios nos debe algo por creer que somos buenos.
El segundo hecho incuestionable es que nuestro Dios, al que pretendemos impresionar con nuestra bondad, ha sido ya extraordinario con nosotros por pura iniciativa suya, nos ha dado la vida del Cielo y nos ha rescatado con su propia sangre sin ningún mérito por nuestra parte. Con ese precedente —tan bien experimentado por los Santos— se te quitan las ganas de saber si con tus obras eres bueno, mediobueno o superbueno, porque todo lo que hagas será poco si lo comparamos con el Amor infinito de Dios que recibimos.
Por eso, no me rompería mucho la cabeza pensando en lo que merece aplausos de Dios y lo que forma parte de mi simple obligación como cristiano, porque me temo que, aunque me dejase quemar vivo por su amor, siempre tendría que acabar diciendo: siervo inútil soy, lo que tenía que hacer, eso he hecho.
Jerónimo Barrio
1 comentario
ME HA GUSTADO MUCHO ESTA REFLEXION..ES MUY ACERTADA,AUNQUE DIOS ES TAN BUENO QUE AUNQUE SEA ESA LA FORMA" TAN HUMILDE "QUE TENEMOS, DE HACER CARIDAD, QUE SE CONFORMA.
PORQUE ENTONCES ¿ QUE SERÍA DE NOSOTROS ?