La cárcel en la Biblia y en la Mística reviste una singular importancia. No sé qué misterio encierra este espacio sagrado, auténtico laboratorio del corazón. No nos vamos a referir directamente a la cárcel como habitáculo para reclusos en cumplimiento de una pena, sino a ese lugar privilegiado que es capaz de producir lo que en la vida extracarcelaria no se da. No tanto, pues, un ámbito físico, penal, cuanto una experiencia de crecimiento extraordinario del Amor. ¿Qué tendrán esas cárceles?
El primer ejemplo es bien conocido. El gusano en su cárcel amarilla recibe alas. Su encerramiento instintivo le conduce a la transformación de su cuerpo, canjeando la pesadez en agilidad, lo rastrero por lo etéreo. Fue la cárcel de seda la que obró el prodigio.
Platón se empeñaba en hacer del cuerpo el martirio del alma. Sabemos que el origen del mal no se encuentra en lo material corpóreo sino en lo espiritual. No es problema de cuerpo sino de Yo. La cárcel del ser humano no es su biología sino su Yo espiritual. El cuerpo no es la sala de torturas del alma, es más bien su hogar. El pecado original fue ante todo un pecado personal, con resonancia corporal. Dios infundió el alma con mucho amor en quien iba a ser el primer hombre, en un cuerpo preparado con igual afecto. El hombre es la ternura de Dios plasmada en barro. Con el paso de los siglos, él mismo se lanzará a la piscina de barro para revestir costumbres humanas: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14)
La redención platónica, en sus distintas ediciones filosóficas, es radicalmente distinta de la Redención cristiana. En esta es justamente el cuerpo el instrumento necesario del amor salvador. Sin cuerpo no hay sangre y sin sangre no hay Redención. “Por cual, al entrar en el mundo dice: sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me has preparado un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme aquí presente” (Heb 10,5). El Verbo “se presenta pasando por uno de tantos, actuando como un hombre cualquiera” (Flp 2,7). Nos redime con su cuerpo, no del cuerpo. Todo esto está amplísimamente estudiado por San Ireneo en su admirable Teología.
el combate es espiritual
El problema es que yo puedo resultar cárcel para mí mismo. No puedo dejar de ser sujeto pero este, a instancias de pecado, resbala hacia el subjetivismo. La solución no está en castigar el cuerpo para liberar sino en adiestrar al sujeto y retenerlo en su justo límite para que no decaiga en nocivo subjetivismo. Si no se “pincha” al sujeto con la cruz se inflama en subjetivismo cerrado. Tenemos que comprender que somos UN sujeto pero no EL sujeto; un centro pero no el centro. Nadie me puede librar del lugar que legítimamente ocupo en el cosmos, pues tengo una consistencia real, propia, concedida por Dios.
El mal aflora cuando vemos que se da el paso ilegítimo de agigantar el yo en un Yo desmedido, con pretensiones de endiosamiento. Siendo yo un absoluto lo soy relativo, un absoluto relativo y no un Absoluto en sí mismo, trasunto de solo Dios. Yo soy real pero no soy la realidad —siempre más amplia que mi pequeña parcela de ser—. El idealismo filosófico acaba en vulgar subjetivismo y este en el más profundo y terrible egoísmo. “Miserable de mí. Quien me librara de este cuerpo mortal. Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, Señor nuestro” (Rm 7,24-25). El cuerpo infectado de pecado es fuente de pecado y lastre para el vuelo del espíritu. En este sentido podrá Santa Teresa de Jesús cantar:
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros! Esta cárcel, estos hierros En que el alma está metida. Solo esperar la salida Me causa dolor tan fiero, Que muero porque no muero.
Unos versos atrás escribe: “Esta divina prisión del amor con que yo vivo ha hecho a Dios mi cautivo y libre mi corazón; y causa en mi tal pasión ver a Dios mi prisionero que muero porque no muero”. El alma de Teresa es la cárcel donde Dios la ama. Y esa cárcel resulta ser una Morada, la séptima, en expresión de la misma santa. Ella tenía prisionera a la Trinidad y a su vez deseaba liberarse de los hierros de su prisión para ser más sierva y esposa de su Señor. Estas vivencias teresianas traducen ecos marianos. La Virgen, esclava del Señor, tuvo en su prisión a un Dios hecho pequeñito. Paradojas del amor: esclavizar y ser esclavo; alborea la máxima Libertad. He aquí al Verbo encarcelado en el blando hierro de una Virgen.
de la tiranía al reino eterno
La Ascética del siglo XVI estaba imbuida de la doctrina paulina: “Para mí el vivir es Cristo, y el morir, ganancia. Por otro lado, si hay que vivir en carne, esto será para mí rendir fruto con mi trabajo; y qué haya de escoger, no lo sé. Y me siento estrechado de ambos lados: teniendo el deseo de ser desatado y estar con Cristo (que con mucho es lo mejor), mas el quedarme en la carne es más necesario para vosotros” (Flp 1,21.26). “Siendo libre de todos a todos me esclavicé” (1 Co 9,19) Desatar el cuerpo y esta vida no era atentar contra la dignidad corporal del ser humano, sino protegerse de los desmanes corporales y desear vivamente la fusión con el Señor. Solo en ese sentido han de entenderse las palabras de los místicos: dura es la distancia, dura es la pereza y la tierra…
Egipto era la cárcel donde surgió el éxodo, la semilla del pueblo de Israel. Paradójicamente la esclavitud fue el primer paso de la liberación. Eran necesarias las cadenas para experimentar al Redentor. “Dios encerró a todos en rebeldía para usar de misericordia con todos” (Rm 11,32). Vivir el óxido de la esclavitud era prepararse para recibir en abundancia la misericordia del Señor. La cárcel egipciaca era atisbo de la predilección de Dios por su rebaño, pueblo de su propiedad. Tenemos que aprender a vivir las argollas que la Providencia nos encaja como collares de perlas finas. Las cárceles ascético-místicas dejan mucho bien.
El matrimonio, la vida consagrada, el sacerdocio… esas cárceles fabulosas, escuelas de Libertad. Son calabozos de plumas (gracias santificantes). Es la Paloma espiritual, esa tercera de la Trinidad, la que entrando en San Pablo, “el prisionero por Cristo” (Ef 3,1) “le aseguraba en cada ciudad que le aguardaban prisiones y tribulaciones” (Hch 20,23). Y un poco más adelante: “… tomando la faja de Pablo, atando sus pies y sus manos, dijo: Esto dice el Espíritu santo: Al hombre cuya es esta faja, así le atarán en Jerusalén los judíos y le entregarán…” (Hch 21,11-12). La suavidad del Espíritu disponía a Pablo “no solo para ser encadenado sino también para morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (Hch 21,13). “De repente se presentó el ángel del Señor y se iluminó toda la celda… y dando un golpe a Pedro en el costado le despertó y le dijo: date prisa, levántate y cayeron sus cadenas” (Hch 12,7). Así vemos a Pedro, con sandalias paseando con un ángel en libertad.
están rotas mis ataduras
¡Qué tendrán esas cárceles que a tantos ángeles atrae! Eran los mártires los que cantaban en las mazmorras. Era el encarcelado Bautista el que depuso su cabeza, arruinando sus razones… Eran los monjes en su clausura monástica, paraísos blancos. Siempre lo mismo, ya de antaño: Jeremías en el cepo y con poco pan (Jr 20,2), Daniel en el foso (Dn 6,16-24) José atrapado en una cisterna (Gn 37,24), Sansón, Moisés… Son historias de bendición, misterios sagrados.
¡Qué tendrán esas cárceles que tantas gracias nos conquistan! El proceso inquisitorial y la cárcel de Sevilla operó la transformación de San Juan de Ávila. En heladas soledades se derretía el corazón de Juan: “Aprendió en pocos días más que en todo los años de estudio” (F. Luis de Granada) sobre el amor de Cristo. La cárcel fue su libertad. San Juan de Dios, tras su prisión en un manicomio donde recibió fuertes palizas, funda un hospital, origen remoto de la Orden hospitalaria. La mejor poesía del mundo se escribió en una cárcel, la de San Juan de la Cruz en Toledo. En la cárcel hay noche… Dejemos que la noche pase dejando su dádiva.
Atrévete con Levinás a ser “rehén del otro, mensajero en cadenas” (Ef 6,20); entremos en la celda del Cantar (Ct 1,3). “Siente una nueva primavera en libertad y anchura y alegría de espíritu” (San Juan de la Cruz Canc. 39,8) Atrapado así por la Voluntad de Dios, sin escapatoria… Lo mejor brotará de tu cárcel.
Francisco Lerdo de Tejada