Desesperanza y alborozo de los discípulos de Emaús
Los discípulos de Emaús, que tras la muerte de Cristo regresan a su lugar de origen, desesperanzados, con la moral por los suelos, son un fiel reflejo del hombre de hoy que ha perdido la fe y se siente inseguro, triste, escéptico. Ha muerto el Crucificado, en quien tantas esperanzas habían depositado, les falta ilusión y ni siquiera esperan a que termine el tercer día, para comprobar si los rumores que han llegado a sus oídos se terminarán cumpliendo. La palabra de las mujeres tiene para ellos poca credibilidad.
Jesús no se da por enterado y comienza a caminar con ellos, les pregunta y les conforta, recordando e interpretando las Sagradas Escrituras para que abran su corazón y sus ojos y comiencen a recobrar la fe en el Resucitado. Y lo consigue: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?” (Lc 24,32) Vuelve a ellos la ilusión y alegría cuando le reconocen al “partir el Pan”. Pan y Palabra. Y, aunque el día ya declinaba, desandan el camino, alborozados, para compartir la “buena nueva” con los otros discípulos.
Muchas enseñanzas podríamos sacar de esta bella narración evangélica. La primera sería no dar nada por perdido. Tras la oscuridad viene la luz, porque la Luz del Resucitado siempre nos iluminará. Dios toma la iniciativa y acude en ayuda del hombre con paciencia y tesón. Sólo tenemos que abrir nuestro corazón y ser receptivos a la gracia. También podemos tomar ejemplo de Jesús y acudir en ayuda del más alejado.
No quisiera dejar de citar a esa maravillosa mujer, cuya fe y amor son tan grandes, que acude para acompañar a su Maestro. Jesús le premia apareciéndose a la que será llamada “apóstol de apóstoles”, María Magdalena, que, junto a Santa María y otras mujeres, además de Juan, permaneció al lado del Crucificado.
La Resurrección plenitud de la revelación
La Resurrección supone la plenitud de la creación: “Nuevos cielos y tierra nueva” (2P 3,13; Ap 21,1), así como la consumación de la creación del hombre, que, por el mal uso de su libertad, y en rebeldía frente a Dios, al no aceptar su condición de creatura, tuerce el designio divino, que el Redentor recuperará para el que quiera recibirla.
Frente a los dualismos —Platón, gnosis, maniqueos, cátaros, albigenses, etc.—, que consideran la materia mala y al cuerpo “cárcel del alma”, el cristianismo afirma que, como algo creado por Dios, tanto el cuerpo como la materia son buenos. Frente a falsos espiritualismos, la resurrección de la carne es punto central en la revelación que Dios hace al hombre. No se trata de revitalización del cuerpo y su perduración temporal, sino de su transformación y glorificación que facilita el acceso al vivir divino. El amor redentor de Dios no se dirige sólo al alma, sino al hombre entero, que alcanzará su plenitud cuando su cuerpo y su alma disfruten de la intimidad de la Trinidad Santísima. Es, por tanto, muy diferente de la inmortalidad del alma a la manera platónica.
La Resurrección de Cristo supone también la plenitud de la Encarnación. Jesús asume para siempre la humanidad, ya glorificada, que no velará la divinidad. De la kenosis o abajamiento de Cristo en su Encarnación a la exaltación y glorificación tras su Resurrección.
Con la Resurrección culmina la revelación del misterio trinitario. El Hijo, Verbo eterno, engendrado, no creado, es enviado por el Padre a los hombres, y en el seno de María, bajo la acción del Espíritu Santo, entra en la historia de los hombres. Es un venir de Dios a los hombres, en anonadamiento, en la Encarnación, y un volver con los hombres a Dios glorificado, en la Resurrección. Señala González de Cardedal que el que es Hijo en el seno eterno del Padre prolonga esa filiación al encarnarse, y llega a su consumación regresando con su humanidad glorificada al Padre. Así revela y realiza en el mundo la vida trinitaria. El que es Hijo desde siempre se constituye Hijo humanamente a través de la historia. Hay pues, un nacimiento eterno del Verbo en el seno del Padre —engendrado—, hay un nacimiento temporal del Verbo en el seno de María y —podemos decirlo así— un nacimiento de su humanidad glorificada en la resurrección, llegando a la plenitud de la gloria que tenía antes de la encarnación, de tal modo que divinidad y humanidad glorificada ya estarán para siempre unidas en Jesucristo. El hombre puede no aceptar a Dios, incluso negarlo, pero Dios nunca podrá dejar de estar unido al hombre en la persona divina del Hijo.
Hambre de eternidad saciada
Sigue señalando González de Cardedal que la transfiguración de Cristo es signo de la transfiguración universal, de la resurrección de la carne y de la participación del hombre en la gloria de los hijos de Dios. Porque ese ser contradictorio, aunque biológicamente esté destinado a la muerte, sin embargo esa sed de infinito que todo hombre posee en el fondo de su corazón, será colmada con la participación eterna en la vida divina. Ese es el designio de Dios para con su criatura. Si el camino de venida de Dios a los hombres es Cristo, también el Resucitado es el camino de retorno de los hombres a Dios.
La resurrección supone la restauración de la justicia y verdad sobre Dios y sobre el hombre. Jesús, el que todo lo hizo bien, fue injustamente ajusticiado en el madero de la Cruz a causa de la iniquidad de los jueces, pero será el bendecido por Dios y glorificado, como respuesta a su obediencia y entrega por los hombres. Con su resurrección vence a la muerte que ya no tiene poder sobre el hombre. “Cuando sea elevado, todo lo atraeré hacia Mí” (Jn 12,32), ya que “se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). También el hombre, que en su vida puede sufrir injusticias y vejaciones, hasta el punto de serle negada su dignidad personal, verá restaurada su condición de hijo querido de Dios cuando participe, ya transformado y glorificado, de la intimidad del misterio trinitario, durante toda la eternidad.
El cuerpo elevado a la glorificación eterna
Si la vocación del hombre es ser imagen y semejanza de Dios, llegará a plenitud en la resurrección. Ahí están la alegría y esperanza cristianas. Frente a teorías como la inmortalidad del alma, en que se produce un olvido y hasta desprecio del cuerpo, la revelación de Dios nos enseña que el hombre completo, cuerpo y alma, participará de esa unión amorosa con el Padre, junto con su Hijo, que nos ha amado hasta el extremo de permanecer por toda la eternidad con esa humanidad forjada en el seno virginal de su Madre, bajo la acción del Espíritu Santo.
Hoy abunda la ignorancia y el sincretismo religioso, con una creencia cada día más extendida, aunque inexplicable para la cultura de Occidente, en la metempsícosis, es decir, en la reencarnación. También anida aquí el desprecio del cuerpo, utilizado solo como purificación a través de las sucesivas reencarnaciones. Quizá esta creencia sea fruto del miedo al compromiso, a lo irremediable de la muerte, en que se nos va a juzgar de una vez por todas. Hoy se prefiere no jugárselo todo a una carta y disponer de varias oportunidades.
Más triste y desesperanzada es aún la postura de los no creyentes, que refleja muy bien el existencialismo ateo: “El hombre es un ser para la muerte” (Heidegger); “El hombre es una “pasión inútil” (Sartre), o un “absurdo” (Camus).
Por el contrario, un cristiano sabe que el amor de Dios, la Cruz de Cristo, ha vencido a la muerte, porque “en su oscuridad impenetrable, Él entró como luz; la noche se hizo luminosa como el día, y las tinieblas se volvieron luz” (Benedicto XVI).