En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: «Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho.» Jesús le contestó: «Voy yo a curarlo.» Pero el centurión le replicó: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano.
Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: «Ve», y va; al otro: «Ven», y viene; a mi criado: «Haz esto», y lo hace.» Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.» Y al centurión le dijo: «Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído.» Y en aquel momento se puso bueno el criado.
Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre; la cogió de la mano, y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirles. Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él, con su palabra, expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: «Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades» (San Mateo 8,5-17).
COMENTARIO
En esta ocasión San Mateo nos ofrece la auténtica y verdadera interpretación de los milagros de Jesús, pues sana con su imperio; se está cumpliendo la profecía de Isaías “…Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias, tomó nuestra flaquezas y cargó con nuestras enfermedades”. En este sentido abunda el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 1505, cuando nos recuerda que las curaciones de Jesús eran principalmente signos de la venida del Reino, por tanto ni siempre quitar las molestas y enfermedades, sino el anunciar una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua.
Llama la atención en este pasaje la delicadeza de un hombre importante, el centurión, al rogarle a Jesús que entrara a su casa. El hecho es significativo, ya que el que un judío entrara en casa de un gentil llevaba consigo contraer impureza legal. El Señor no pone ninguna pega, sino que aprovecha esta petición para darnos una lección grande y universal, que ya hemos citado: el destino de cada uno y de todos es la salvación por el Evangelio. San Josemaría lo recoge en un punto de su difundida obra Camino, dice así: “Cuanto más cerca está de Dios el apóstol, se siente más universal: se agranda el corazón para que quepan todos y todo en los deseos de poner el universo a los pies de Jesús” (764).
Así como el centurión se veía indigno de que Jesús entrara en su casa pero le rogó que lo hiciera, así nosotros, siempre indignos de recibirlo, tenemos la posibilidad de abrirle nuestra puerta del alma tanto por la oración confiada como por la práctica de los sacramentos de la confesión y de la eucaristía… y siempre ocurre, lo sintamos o no, el gran milagro, la curación espiritual, la cercanía a la patria definitiva del cielo.