«En aquel tiempo, cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le explicaron: “Pasa Jesús Nazareno”. Entonces gritó: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Los que iban delante le regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mi!”. Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Él dijo: “Señor, que vea otra vez”. Jesús le contestó: “Recobra la vista, tu fe te ha curado”. En seguida recobró la vista y lo siguió glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios». (Lc 18,35-43)
Nos encontramos aquí con uno de los milagros más entrañables de Jesús: la curación de un ciego que —no sabemos cómo— había perdido la vista. No es el caso del ciego de nacimiento de Jn 9. Mateo (20,29-34) menciona a dos ciegos; Lucas y Marcos (10,46-52) a uno solo. Nácar-Colunga lo explican porque sería el más conocido en la primera comunidad cristiana, que bien pudiera ser Timeo, el hijo de Bartimeo como recuerda Marcos, quien identifica a Jesús como Jesús de Nazaret, mientras Lucas lo llama Jesús el Nazareno, detalle omitido por Mateo (tal vez porque ya en los comienzos de su evangelio aclara que lo llamarían nazareno, según los oráculos proféticos, si bien no está claro a qué textos del Antiguo Testamento se podría referir: tal vez a Jue 13,5-7). En Marcos y Lucas (que evidentemente en esto y en otras muchas cosas sigue al primero) el ciego invocan a Jesús como «Hijo de David», ciertamente una expresión y reconocimiento mesiánicos, mientras que en Mateo los dos ciegos lo llaman sin más «Kyrie – Señor», identificación del único Dios de los Padres en la Torá, los Profetas y demás Escrituras. En lo que sí coinciden los tres sinópticos es en la súplica de los ciegos a Jesús, «eléeson me» (Mc y Lc) o «eléeson emás» (dos veces en Mt), que nuestra versión oficial española de la Biblia de la Conferencia Episcopal Española traduce siempre por «ten compasión». De hecho, nosotros, en el acto penitencial de la misa decimos «Kyrie, eléison – Señor, ten piedad».
Con este término griego para pedir compasión, es decir, padecer juntamente, le está(n) pidiendo a Jesús —y lo pide(n) a voz en grito— exactamente así: «Señor, ponte en mi caso, en lo que estoy padeciendo». Mejor aún: el verbo «eléeoo» —que como todos los verbos indica acción y pasión—, de donde viene nuestro «eléison» tiene un sentido, o al menos una vertiente original en su uso religioso evangélico y de todas las primeras comunidades cristianas, que no es solo compadecer en el sentido de «mira mi padecimiento, vívelo tú en mí» —sentido clásico y que ya sería bonito—, sino que tiene un pedir positivo; es decir, no se trata solo de que Tú, Señor o Hijo de David, sufras con nuestra miseria de hoy, sino que tu compadecer conmigo (o con nosotros dos) implique tener nuestras mismas pasiones: compadécete de lo que me (nos) está pasando.
Sobre lo ocurrido en el camino por donde estaba el ciego sentado y por donde quiso pasar Jesús podríamos pensar que fue un encuentro casual; pero quienes sabemos que la casualidad no existe y que en Jesús —aquel bendito Nazareno— no hay nada, palabra o gesto, que no sea revelación divina, ciertamente fue Él el que se quiso encontrar con él (o con los dos ciegos). La iniciativa de la salvación —representada ahora en la curación-devolución de la vista—, la iniciativa de la fe parte de Dios como una sublime «condescendencia», un descenso divino que viene de arriba. El ciego o los ciegos ponen todo de su parte: de hecho se desgañitan hasta el punto de que sus gritos estorban a los discípulos y acompañantes de Jesús, que les mandan no alborotar tanto; pero ellos, especialistas en pedir, gritan aún más fuerte: «Ten compasión de mí (de nosotros)». Y esa iniciativa del Nazareno se hace explícita: los manda llamar. Y ya sabemos cómo acabó la cosa.
La pregunta del Señor parece superflua: «¿Qué quieres que haga por ti?». «Pues ¿qué va a querer?», pensarían por dentro los discípulos y los demás, como también lo estamos pensando tú y yo: Curarlo. «Pero ¡qué preguntas tienes, Señor! Mira lo que te responde»: «Señor, que vea otra vez». Experto en pedir dinero, podía haber pedido una gran limosna que le solucionara de una vez por todas las necesidades del resto de su vida. Pero el Señor ya sabía que su falta de luz en los ojos, era signo de una nueva Luz —la Luz de Dios, la Luz que es Dios (1 Jn 8,12 y Jn 8,12)— que Él mismo había puesto en su corazón: la luz de la fe. En efecto, el mismo Jesús lo confirma: «Tu fe te ha salvado».
Era conveniente, oportuno y necesario ese milagro para que la gente que estaba allí glorificase a Dios, sirviendo de acta notarial de que Él era el Mesías, el Hijo de Dios.
El resultado es que este ciego —Bartimeo— «lo seguía»: esta es para mí (¿también para ti?) la consecuencia del evangelio de hoy: seguir a Jesús, es decir, seguirlo hasta el final, o sea, hasta morir en la cruz como Él y con Él, y resucitar como Él y con Él.
¡Quién sabe si no fue este mismo ciego quien, en la primera comunidad cristiana, inspiró ese precioso himno que tiene este prólogo: «Dando gracias a Dios Padre, que os ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz»! (Col 1,12).
Jesús Esteban Barranco