«Cuando Jesús salía de Cafarnaúm, lo siguieron dos ciegos, que gritaban: “¡Hijo de David, compadécete de nosotros!”. Al entrar Jesús en la casa, se le acercaron los ciegos y Jesús les preguntó: “¿Creen que puedo hacerlo?”. Ellos le contestaron: “Sí, Señor”. Entonces les tocó los ojos, diciendo: “Que se haga en ustedes conforme a su fe”. Y se les abrieron los ojos. Jesús les advirtió severamente: “Que nadie lo sepa”. Pero ellos, al salir, divulgaron su fama por toda la región». (Mt 9,27-31)
Cada adviento, la Iglesia nos invita a fijarnos en una serie de personajes que nos animan a no bajar la guardia, a mantenernos vigilantes, a saber discernir los “signos de los tiempos” que, a modo de “miguitas de pan”, Dios va dejando caer por el camino de la vida para que no nos despistemos, ni perdamos de vista la meta a la que nos dirigimos. María, los profetas, Juan el Bautista… son modelos de fe que mantiene viva nuestra esperanza.
Pero, como nos recuerda Papa Francisco, la esperanza no debe confundirse con el optimismo de “ver la botella medio llena”; la esperanza no es ingenua, parte y se cimenta en la realidad que se está viviendo, por eso, o se construye sobre piedra o esta se tambalea.
Antes de comentar el pasaje del evangelio de hoy, quiero detenerme un poco en la figura del Bautista, de quien señala la cercanía del que ha de venir y al que esperamos en actitud vigilante. Juan, el más grande de los nacidos de mujer (Lc 7,28), deja todo y marcha al desierto para preparar el camino al Señor, predica un bautismo de conversión, se reconoce a sí mismo como indigno de desatar la correa de las sandalias del que “ha de venir”, y cuando lo señala entre los hombres, sabe que se hace necesaria una retirada a tiempo y que él disminuya para que el otro crezca (Jn 3, 30).
En lo humano no debió tener mucho éxito el hombre. No sé si nos hemos fijado en lo que varía una frase solo con cambiar una coma de sitio. No es lo mismo “Una voz grita: (dos puntos) en el desierto, (coma) preparad el camino al Señor” (Is. 40,3) que es lo que quiere hacer Florentino Pérez con la “alta velocidad” en Arabia y otra, muy distinta “Una voz grita en el desierto: (dos puntos cambiados de sitio) preparad el camino al Señor” (Mc. 1, 3), o sea, que le debieron escuchar los alacranes, las alimañas y algún que otro “friki” que pasaba por allí.
Y en el colmo de esta “kénosis” (abajamiento) de vida, por el hecho de ser coherente con sus principios y ser el “pepito grillo” de Herodes, acaba con sus huesos en la cárcel y con el más que probable desenlace de que le corten las uñas de los pies a la altura del pescuezo.
No es de extrañar que a quien anunció la alegría de la inminencia de los tiempos mesiánicos, le entrase en una brutal crisis de fe, parece que todo se viene abajo y, lo que es peor: ¿ha valido la pena gastar toda una vida para llegar a este momento? ¿Me habré equivocado y resulta que este, ni es el Cordero de Dios, ni desaparece el pecado del mundo, y las cosas son como son y la cruda realidad es que los “herodes” y las “salomés” de turno tienen la última palabra?
“¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” (Mt 11,3). No es extraño que esta pregunta resuene también en nuestro entorno, en medio de la sangrante crisis, económica y de valores, de corrupciones y corruptelas, de cambalaches y mamoneos…
“El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente” (Francisco. “Evangelii Gaudium” 2)
Ante la pregunta de los discípulos del Bautista, Jesús no responde con teorías sino con hechos concretos: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mi!” (Mt 11,4-6).
Vayamos al texto de la liturgia de hoy: “Los ciegos ven”. Personalmente, lo primero que me llama la atención de este pasaje es que, aparentemente, la primera actitud de Jesús ante la petición de compasión de los ciegos es sencillamente ignorarlos. Es al llegar a casa cuando Jesús entra en conversación con ellos y les pregunta: “¿Creéis que puedo hacerlo?”. Dicho de otra manera, ante la aparente indiferencia de Jesús, la tenaz perseverancia de los ciegos que le siguen “hasta la cocina” y, como el mismo Jesús dijo que un ciego no puede guiar a otro ciego, de algún modo debieron orientarse para seguirle y no extraviarse.
Cuando alguien carece de alguno de los sentidos, la reacción del cuerpo suele ser híperdesarrollar los otros. Recuerdo con especial cariño a Luisito (qepd), un niño al que un tumor cerebral dejó ciego con apenas tres años. ¡Cómo desarrolló el resto de los sentidos!, especialmente la capacidad de transmitir alegría y optimismo hasta la edad de doce años en que el Padre lo quiso para sí. Pero también los físicos: el tacto, el olfato, el oído. Era capaz de saber si había aparcado al borde de la acera un coche o un furgón por el, insensible para nosotros, corte del viento.
Antes de encontrarse con estos ciegos, Jesús ha tocado a una muerta (gesto que conlleva quedar impuro) y una hemorroísa (mujer impura) le ha tocado él, contagiándole la impureza. Y es que hay pastores que de tanto rozarse con el rebaño terminan oliendo a oveja. Para un ciego es más fácil seguir un pastor con olor a oveja que al que conduce al rebaño con mando a distancia. ¿Captáis?
“Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque “nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor”. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento de decirle a Jesucristo: “Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez más entre tus brazos redentores”. ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia.” (Francisco o.c. 3)
Entonces les tocó los ojos, diciendo: “Que os suceda conforme a vuestra fe”.
Pablo Morata