«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”». (Mt 5, 13-16)
Cuando alguien se refiere a nosotros para definirnos con una comparación, una metáfora o, como en este caso, con un símil (sal de la tierra, luz del mundo); lo normal es que contestemos: “Exactamente, ¿qué es lo que me has querido llamar?”.
En primer lugar, las palabras “luz” y “sal” están en su acepción actual muy lejos de lo que significarían para la audiencia en tiempos de Jesús. Hoy día, la sal, si bien es necesaria para que las comidas no estén sosas, es un producto muy barato. Pasa casi desapercibido en la cuenta del supermercado y a nadie se le ocurriría, cuando un vecino viene a pedirte un poco de sal, pasados unos días, ir a recordarle que todavía no te la ha devuelto.
No así en tiempos de Jesús. La sal era un producto valiosísimo. Fundamentalmente para la conservación de alimentos y para afrontar largos viajes. Se utilizaba como medio de pago; de hecho de aquí viene la palabra “salario”. Por tanto, decir: “vosotros sois la sal de la tierra”, podría sonar algo así como: “Vales un montón, eres un tesoro, te quiero más que a mi sueldo.”
Igual pasa con la luz. Si bien esta, y sobre todo ahora con la última subida, la consideramos un bien valioso y cada vez más caro; no deja de ser algo muy asequible y sencillo de obtener. Basta un pequeño pellizco a un botoncito de la pared, y ya ni tan siquiera eso, y ¡pum! ¡la luz se hizo! De todas formas ha sido algo común a todos los tiempos que quien controla las fuentes de energía tiene un fuerte control social, y si no que le pregunten a Repsol. No hace falta haber visto la película “En busca del fuego” para hacerse una idea de lo trabajoso que sería en tiempos de Jesús el mero hecho de prender una llama, por lo que el fuego, la luz, era algo que había que conservar sin desperdiciar una sola gota de lo que tanto en tiempos de Jesús como hoy es auténtico “oro verde”. (Se nota que soy de Jaén).
Lo común a la “sal” y a la “luz” es ser algo muy valioso, pero que se gasta, se disuelve, se consume… tanto si está en lo alto del candelero, alumbrando; o debajo del celemín gastando aceite a lo tonto. Dando sabor y conservando los alimentos, o bien guardadita en un saco donde te llevas la sorpresa que cuando vas a buscar la sal, te encuentras que se ha formado un charquito de agua que no sirve para nada. O sea, que gastarse, se gasta. La cuestión es si se aprovecha o se desperdicia.
Por tanto y aterrizando, Dios te dice: “Eres precioso a mis ojos, vales muchísimo, si lo sabré Yo que te he creado, hay dentro de ti una energía impresionante… ¿cómo la vas a usar hoy?
No sé porqué, pero para mí que el Evangelio de hoy tiene bastante que ver con la “parábola de los talentos”, y en medio de esta crisis tan convulsa que nos ataca creo que los mejores criterios para invertir tan “valioso capital” sería seguir los pasos de los capítulos siguientes, lo que conocemos como “Sermón de la Montaña”.
Pablo Morata