En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?».
Respondió Jesús: «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos».
El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios».
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas (San Marcos 12, 28b-34).
COMENTARIO
A veces, la religión católica se nos lía mucho en la cabeza con tanto sacramento, catecismo, norma moral, misas, jubileos, carismas e innumerables devociones particulares que para cada cual pueden ser rumbo esencial en su vida espiritual.
Por eso a veces dan ganas, como al escriba del Evangelio de hoy, de pillar a Jesús por banda y preguntarle aparte, con confianza y en un momento informal y desenfadado: Oye Jesús, de toda esta compleja historia de Tu fe ¿qué es lo verdaderamente esencial, lo más importante, aquello en lo que no puedo fallar? Es como si le pidiésemos a Jesús que nos soplase la pregunta de más puntos del examen, la pregunta gorda del examen final, lo que hay que saberse fijo porque cae seguro y es la que más cuenta en la nota final.
Y Jesús, como es así, como un profe bonachón que te lo quiere poner fácil, te la sopla al oído: “amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Y además te sopla la segunda pregunta: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Ahí lo tienes… el examen enterito, ya te lo han soplado, ahora no tienes escusa.
Pero como nosotros no somos de la misma madera que nuestro maestro, aun con las preguntas filtradas, tenemos serios problemas para aprobar el examen de la vida.
Y la razón es muy simple. El precepto del amor a Dios sobre todas las cosas nos parece obvio, teniendo en cuenta lo que nos jugamos, pero su cumplimiento, a juzgar por la cruda realidad, resulta de una dificultad inexplicable. Repasemos nuestra vida cotidiana para ver si amo a Dios sobre todas las cosas…. y al prójimo como a mí mismo. Da un poco de risa cuando hacemos un mínimo repaso de actitudes y eso sin tener en cuenta los pecados, solo el pensamiento, el punto de mira que tenemos cada día.
La realidad cotidiana de mi vida, desde que suena el despertador por las mañanas es bien diferente a estos principios religiosos. Amo casi todas las cosas y a veces a Dios, si no me pide que deje muchas de ellas. Y amo al prójimo si me es simpático o de los míos, pero por supuesto que nunca como me amo yo a mí mismo.
La cruel realidad aplasta todo intento de autoengaño. Es el pecado original de base y nuestro escaso interés por doblegarlo.
Cristo alabó al escriba que le escuchaba cuando reafirma la máxima propuesta por El: “No estás lejos del reino de Dios”.
Y nosotros ¿Por qué andamos entonces tan lejos del Reino de Dios? ¿Qué le pasa al hombre, criatura de Dios, para que ande tan lejos del camino de su creador?
Me refiero a lo cotidiano, al día a día. Evidentemente, un monje vive en esa cotidianidad este sentimiento y mandato de amar a Dios sobre todas las cosas, ha entregado su vida en unos votos, reza a diario y mucho, vive alejado del mundo, se ha desprendido de sus bienes y tiene a sus hermanos de convento para practicar el segundo precepto de amarlos como a ellos mismos.
Pero ¿y el cristiano que va a diario a la oficina, lleva a los niños al colegio, cuida de su madre, hace las tareas del hogar, va a la Universidad, se traga un atasco, le duele la tripa o se tuerce un tobillo?
Me se la pregunta del examen final de mi vida y siento la impotencia de responderla bien, de llevarla a cabo a diario en mi vida, porque unas veces no me acuerdo de Dios, otras no tengo tiempo para acordarme de EL y otras simplemente no quiero hacerlo. Si, se nos olvida Dios en nuestras vidas, se nos va la vida entre cosas y asuntos y se nos olvida Dios.
Amar a Dios sobre todas las cosas en lo cotidiano es simplemente tener presente la cita de San Pablo “en el vivimos nos movemos y existimos” e intentar vivirla a cada instante de verdad, creyéndonosla, para que todo lo que hagamos recordemos que no tendría ninguna cabida en nuestra vida sin la existencia de ese Dios que todo lo sostiene. Ese es el amor a Dios sobre todas las cosas. El reconocimiento permanente y vivido de un orden natural de existencias. Primero la de Dios, luego el resto de asuntos. Es verdad que si me preguntan si amo más a Dios o a las cosas, me quedo con Dios, pero déjame primero que termine de hacer esto…o lo otro. Así somos.
Confiemos en este precepto y cuando nos falten las cosas no nos pasará nada, porque seguimos teniendo al Señor. Esa es la señal del amor, el desprendimiento de todo sin temor, porque sabemos lo que tenemos que amar de verdad y nos esforzamos en hacerlo. Esa una tarea que dura toda la vida pero con el paso de los años, cada vez cuesta menos. Amar a Dios sobre todas las cosas, cuando ya te quedan pocas o cuando las que tenías te han decepcionado tanto, ya no es tan difícil, pero tiene el mismo premio.