“Fuimos hombre y mujer, pena con pena, eterno barro, arena contra arena, y solo Tú la poderosa mano”.
José García Nieto ( De “El Hacedor”)
Es tan grande el asunto a tratar, que con ninguna otra cosa se le ocurrió a San Pablo compararlo, sino con el Amor con que Cristo ama a la Iglesia. De nuevo lo paradójico ayuda en la comprensión de lo real. ¿O será que el barro no es tan poca cosa?
El libro del Génesis ha recogido brevemente, pero de modo que no deja margen para otras explicaciones que no sean la de “a la letra”, un fragmento del “Acta Fundacional” del emparejamiento humano: << macho y hembra los creó>> (Gn. 1, 27). Fácil de comprender en sí mismo, lo que se ha llamado siempre matrimonio es hoy discutido en su composición tradicional, reduciéndolo a una opción más a la hora de emparejarse los humanos.
una carne que no ha dejado nunca de ser barro
A él lo hizo Dios de la tierra, como se moldea la arcilla; de esa misma arcilla transformada ya en carne, a ella. Esto quiere decir que tierra y carne son propiedad de Dios a título de Creador; y heredad del hombre y la mujer por condición constitutiva natural. La dignidad del ser humano encuentra aquí su fundamento.
Lo que el Génesis enseña es que somos carne y hueso, de la arcilla. Yo prefiero entenderlo como que somos una carne que no ha dejado nunca de ser barro… del todo. Y que Dios extiende sobre el ser humano una solicitud de protección y amor propia del mejor de los alfareros. Este amor define la naturaleza misma de Dios (1 Jn. 4, 8) y es el elemento que permite la aleación de la arcilla y la carne en el hombre y la mujer, hasta llegar a ser una y única cosa (Gn. 2, 24).
Ahora bien, siendo esto ya una maravilla, todavía resulta más sorprendente que un Amor así Dios lo haya querido encerrar en la fragilidad de una hechura de alfarería, que tiene la consistencia de un cántaro frente a la contundencia de un mazo rompepiedras. “Adán” viene de “adamah”, tierra. Y “viene” no sólo filológicamente, sino también ontológicamente (Gn. 2, 7; Is. 64, 7; Jn. 18, 6). Tierra, en la Escritura, comporta una connotación especial en cuanto es objeto de una especial bendición para Israel; hay una tierra singular y del todo única: la que es objeto de la Promesa de Dios. Y Dios no bromea con esto; es decir, la Tierra Prometida tendrá que manar leche y miel para ser un don y una gracia a la altura del promitente, que ha hecho el Cielo y la Tierra. De la tierra brota la vida y la dulzura, la tierra es madre y mujer a la vez, símbolo del amor solícito de Dios, al mismo tiempo materno y esponsal.
tierra buena del “jardín vallado y fecundo” del Edén
Ciertamente es una buena tierra, en la que se encuentra todo cuanto se puede desear para vivir, sin tener que salir fuera para nada. Jc. 8, 10 y Dt. 8, 7-10 exponen claramente el alcance de esta bonanza. Es buena porque satisface la demanda más honda de nuestro corazón, la que por estar en él hace que sea “corazón humano”: mantener viva la esperanza de ser hombre o mujer en plenitud. Sin este deseo esperanzado, sostenido en el tiempo, no es posible vivir humanamente. Lo decía San Pablo: una esperanza al ojo ya no es esperanza. Como tampoco nos sirve lo irrealizable, las utopías que sustituyeron al paraíso perdido y vaciaron los corazones de su natural propensión a ser felices (Rom. 8, 24). No es la Tierra de Promisión ésta. Por el contrario, la que Dios nos tiene prometida ofrece pan no tasado, es espaciosa y abunda en todo lo bueno que puede haber sobre el suelo (Jc. 18, 10).
Leyendo este texto de la Escritura con los aumentos que proporcionan la fe y la esperanza es posible descubrir con estupor que está hablando del matrimonio: la tierra buena del “jardín vallado y fecundo” del Edén. Su leche y su miel son más regalo de Dios que labranza de hombre. Si el hombre, el varón, “deja a su padre y a su madre y se une a su mujer” (Gn. 2, 24) es porque sabe dónde está lo mejor entre lo bueno.
el diseño y proyecto de Dios se quebró
Sin embargo, el diseño y proyecto de Dios se quebró. Los abrojos y las espinas sustituyeron a la miel y a la leche. El v. 17 de Gn. 3 pone bien de relieve el despropósito del proceder de Adán y de todos los demás adanes y adanas: comer de lo prohibido por Dios es prohibirse a sí mismo comer los buenos frutos de la tierra. Equivale esta actitud de rebeldía al revolverse la arcilla contra el alfarero, “plantando cara a Dios” (Rom. 9, 20 ss). El fracaso matrimonial muestra los trozos rotos del proyecto de Dios. La violencia de género (y más en su extrema expresión tan corriente ya hoy) no es tal (¡que ingenuidad!): es el naufragio de nuestra vida y condición cuyos restos arriban a las costas de un hospital o instituto forense. Quedan despojos, que son una denuncia. El pecado despoja a Adán de Eva, y a Eva la despoja de Adán: por eso ya no pueden cubrirse el uno al otro y quedan desnudos (Gn. 3, 7).
El pecado metido en nuestra carne torna a ésta esclava de aquél, contradictoria con la razón del bien obrar, y vendida al poder del mal, o mejor, del malo. Gracias a Dios, Pablo, que sabía mucho de esto, nos previno y alertó (Ef. 5, 22-33).
Pero la engañosa insidia del diablo sigue ahí, dispuesto al mordisco definitivo, a tragarse al hijo (“Katafágue”) en cuanto aparezca: rota la vasija, el tesoro queda desprotegido, al alcance de cualquier mano (Ap. 12, 4).
Aquí estoy, aquí estoy
Ahora bien: un buen maestro alfarero que se precie, ¿se iba a quedar de brazos cruzados, cabreado y triste, ante su obra mejor, rota y destruida? Dice Isaías: “Estabas airado y nosotros fracasamos; nos marchitamos como hojarasca…y, sin embargo, sabemos que Tú eres nuestro padre; nosotros somos la arcilla y Tú el alfarero: somos obra de tus manos” (Is. 63, 19-64, 7). “¡Ah, si rompieras los cielos y descendieses!” (63, 19 b). Y Dios responde: “Aquí estoy, aquí estoy” (65, 1).
Dios esperó al tiempo oportuno, y aquella presencia suya de siempre se hizo carne, tomada en las condiciones convenientes al caso: de una mujer y sometida a la ley (Gal. 4, 4). Dios no apañó la vasija: volvió la Historia al principio y recreó, en una Alianza y Economía nuevas, todas las cosas; las vasijas también; la tierra prometida lo mismo. Lo del principio conserva todo su valor (Mt. 19, 4. 8), pero en tal forma transfigurado, que es signo y fuente del consorcio de Dios con la humanidad, hasta el punto que Dios mismo es la garantía de ese Amor sin tasa: ahora sí que la tierra nos da pan no tasado; pero no como el de los padres en el desierto, sino venido del cielo, con fermento de vida eterna. Dicho de otra forma; el matrimonio y la familia en el Señor es una gracia de Dios, porque transforma en haberes a cuenta para el cielo las alegrías y las penas, la enfermedad y la salud, los encuentros y desencuentros de todos los días de vida juntos.
Esto es mucho más que “llevarse bien” y “comprenderse”: es comprender bien que quien nos lleva es el Señor…, hacia el cielo, mientras esperamos la Nueva Tierra de la justicia (2Pe. 3, 13). Este empuje escatológico del matrimonio cristiano se suma al poder que obraba en Cristo su “pasar por el mundo haciendo el bien y liberando y sanando a los oprimidos por el diablo” (Hch. 10, 38). La santidad del matrimonio cristiano es la de la Cruz: no la del marido o de la mujer. El Señor ha pagado al Padre, a precio de su vida, los desastres de la nuestra. El libelo o acta de repudio que el desamor escribe en nuestro matrimonio (se llegue o no a escribir luego ante notario y se presente ante un juez) lo destruyó el Señor, clavándolo en la Cruz, dando muerte en si mimo al odio entre las partes (Ef. 2, 14-16; Col. 2, 13-14). La sangre de su Cruz es la que nos proporciona la esperanza de que el amor es siempre posible, precisamente a pesar de todos los pesares.
El Amor de Dios no se rompe; lo que más atormenta al diablo es ver esos espectáculos en la calle, en los que miles de familiares celebran la inquebrantable fidelidad de Dios en los quebradizos cuerpos y almas de sus hijos. Lo pasa fatal; tan mal como bien en esas otras celebraciones de emparejamientos alternativos.
La Palabra de Dios no engaña; la fe no miente así como la esperanza no defrauda (Rom. 5, 5); nuestro matrimonio es carnal, por condición natural; y espiritual por gracia y voluntad de Dios. Lo sabemos bien, porque es nuestra experiencia cotidiana. Como también sabemos que es en él donde hemos conocido el “Amor Primero” (1Jn. 4, 10): es en el matrimonio donde hemos experimentado aquilatadamente haber sido conocidos -previo a todo- por Dios (Gal. 4, 9).
Esta amplia, espaciosa y buena tierra en heredad podemos perderla, o podemos ser exiliados de ella. Vivimos entre Egipto y Babilonia, como Israel, países ambos de destierro y servidumbre. Todo fracaso matrimonial cursa con sabor a desalojo y despojamiento. Pero el Señor no nos abandonará en país de lengua bárbara. Nuestra carne dolorida por el desamor es redimida por la Cruz y convertida en profecía de la Resurrección: maravillosa paradoja que engrandece aún más la ternura de Dios. ¡La victoria es de nuestro Dios y del Cordero! ¡”Nike”!, gritaban de alegría los primeros cristianos. Juan recogió este júbilo en el Apocalipsis: “Ha vencido el León de la tribu de Judá, el Retoño de David” (5, 5).
Amanezca o sea mediodía, o bien el atardecer, no importa demasiado; el “Magníficat” es canto para toda “hora” del día. Como María Santísima es Reina de nuestro matrimonio en toda circunstancia.
Quisiera acabar con unos versos de Francisco Cañamero:
¿Quién no está de enhorabuena?
Vale la pena la vida
porque Dios vale la pena.
Hoy vale la pena amar,
vale la pena sufrir,
vale la pena decir
lo que Dios nos viene a dar.
En vasija de barro.
(Toneado del “Villancico de la divina esperanza”).