«En aquel tiempo, Pedro se puso a decir a Jesús: “Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. Jesús dijo: “Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones—, y en la edad futura, vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”». (Mc 10,28-31)
El Evangelio de hoy nos presenta a Pedro reclamándole a Jesús alguna «recompensa» por el desprendimiento que han tenido que hacer él y el resto de los apóstoles por seguirle: «Ya ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (v.28). A la luz de esta afirmación es oportuno que nos hagamos la siguiente pregunta: ¿Y yo, qué he «dejado» por seguir a Jesús? O dicho de otro modo: ¿Vivir conforme al Evangelio de Jesús me ha llevado a tener que dejar algo o a alguien?
Parece evidente que los que hacían camino con Él y tras Él habían tenido que renunciar a sus casas, propiedades, familias… Compartían el estilo y modo de vida del Maestro, que podríamos definir como de itinerancia misionera. En efecto, el mismo Jesús, habiendo dejado a su madre, María, en Nazaret inauguró su misión evangelizadora yendo de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad anunciando gratis que el Reino de Dios había llegado ya, y para visibilizarlo, acompaña su predicación con los signos que realiza: acogida y cercanía a pobres y pecadores, sanación y liberación de enfermos y poseídos, llamada a formar una familia de hijos e hijas de Dios en libertad y fraternidad universal… Cuando Juan el bautista, desde la cárcel, envía a sus discípulos a preguntar si es Jesús el Mesías esperado o no, este les remitirá a las señales que realiza: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son curados y a los pobres se les anuncia el Evangelio.
Para llevar adelante el anuncio del Reino, Jesús ha elegido y llamado para estar con Él y para enviarlos a predicar a doce discípulos, los cuales han tenido que renunciar a todo. Los relatos de sus llamadas, sumarialmente, terminan afirmando: «Al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mc 1, 18): los zebedeos han dejado sus barcas, Mateo el negocio de cobrador de impuestos, Pedro su casa y familia… Cuando Jesús llama, nada ni nadie puede anteponerse a su invitación al seguimiento. La vocación al discipulado pasa por la experiencia de la renuncia a las seguridades en las que todos solemos anclar el corazón: familia-afectos, trabajo-dinero, fama-prestigio. Toda llamada de Dios provoca en el discípulo una salida de sí mismo hacia Aquel que le llama y le invita a iniciar un camino nuevo, como Abraham —padre de los creyentes y paradigma de la fe— a quien Dios le pide que deje su tierra, su casa y familia y se ponga a caminar tras Él. Jesús, también, es revolucionario en su forma de llamar: invita a «dejarlo todo por el Reino», su llamada es incondicional, quien pone la mano en el arado y mira para atrás, no es apto para la misión.
Como contemplamos en el Evangelio de Marcos, haciendo camino con Jesús, algunos le abandonan por el apego a sus muchas posesiones, es el caso del joven rico, pero otros, como Pedro y los discípulos han sido capaces de dejarlo todo por el Reino. El rico se ha ido, pero hay muchas personas que han seguido a Jesús. Lo han dejado todo «por Él», para formar una familia universal que supera los esquemas anteriores de ley impositiva y egoísmo del dinero. No se trata de dejar por dejar, de romper por romper, en masoquismo destructor, sino de hacerlo de manera que se recupere en un plano más alto de lo dejado: nadie que haya dejado…
Dejar no significa despreciar sino dar, poner la vida en manos de otro. Por eso quien regala la verdad recibe: lo que se entrega se convierte en don más elevado. La siembra de gracia (de amor generoso) suscita una gracia más alta, en este mundo y en el nuevo. Solamente se tiene (recupera) aquello que por gracia se ha dado a los demás, superando el nivel de posesión violenta y egoísta de tierra, familia y bienes materiales.
Una vez más nos encontramos con la paradoja del Evangelio de Jesús: para encontrarse hay que perderse, para ser el primero hay que estar dispuesto a ser el último y servidor de todos, para recibir el ciento por uno hay que arriesgar a dejarlo todo (afectos, trabajo, proyectos y la propia voluntad) por el Reino. Y «estas cosas» el Padre se las revela solo a pequeños, sencillos y pobres que ponen su mirada y confianza más allá de sí mismos y de sus redes; a todos ellos, Jesús les ofrece un regalo: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna» (vv. 29-30).
Sí, Dios le regaló a Abraham un hijo y una familia más numerosa que las estrellas del cielo. Jesús también promete a todos los discípulos que hayan dejado algo por Él, una nueva familia (la Iglesia), una perfecta felicidad (¡las persecuciones!) y una garantía del cielo (la fe que nos da a gustar ya, en nuestra existencia, la vida eterna).
Lo dicho, «dime qué has dejado por Jesús y te diré si estás disfrutando el ciento por uno o no».
Juan José Calles