«En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)”. Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: “¿No es ese el que se sentaba a pedir?”. Unos decían: “El mismo”. Otros decían: “No es él, pero se le parece”. El respondía: “Soy yo”. Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: “Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo”. Algunos de los fariseos comentaban: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?”. Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?”. Él contestó: “Que es un profeta. Le replicaron: “Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?”. Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en él?”. Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es”. Él dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante él». (Jn 9, 1. 6-9. 13-17. 34-38)
Qué ocurrencias tiene este Señor nuestro, ¡mira que poner barro en los ojos de un pobre ciego! Vamos, otra de las suyas de siempre, haciendo lo que no se espera de una buena persona.
El problema es que Él no ha venido para ser “bueno”, sino para poner de manifiesto el amor del Padre. Y ¿cómo puede hacer esto con alguien que no es consciente de sus limitaciones? Este ciego no es el que ha perdido la vista y pide al Señor que le cure; es un hombre que ni siquiera sabe lo que es ver, por lo que no puede pedir que le curen.
Imaginad el mosqueo que pillaría al verse embarrado en plena cara y encima recibiendo órdenes de quien le ha hecho semejante gracia. Imagino que diría algo así como, “¿y qué quieres que haga después de cómo me has puesto?”. Vamos, que juraría en arameo.
El milagro surge cuando descubre que ve.
Lo primero que llama la atención es su respuesta cuando los “buenos”, los cumplidores, dudan de su identidad. El “soy yo” hace presente el “Yo Soy” de Dios. Pone de manifiesto que no solo ha recuperado la vista, sino que ha tomado parte de la naturaleza del que le ha devuelto la vista; de ahí el detalle de que ha recuperado la vista al ser “enviado”.
Por eso al que estaba ciego y ahora ve no le preocupa la ley, ni si es sábado ni de dónde viene su curación. Sabe perfectamente quién le ha curado, cómo, y de qué forma, y no puede dejar de decirlo, aunque moleste y signifique su expulsión — imagen de la salida del mundo. Él ya no es del mundo pero tiene lo que necesitaba, la vista, y sabe quién se la ha dado, por lo que no tiene dudas al responder a Jesús que cree en Él.
Esta Cuaresma es un tiempo de conversión, un tiempo para que revisemos nuestra historia, miremos en ella y veamos los barros que el Señor nos pone para hacernos presente nuestra debilidad y su misericordia. Miremos en nuestro interior para encontrar aquello de lo que Dios nos ha curado, y si no lo vemos, busquemos si Dios nos debe curar de algo. Planteándonos a su vez seriamente la pregunta: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”.
La respuesta es sencilla: o tenemos la experiencia de que Él nos ha curado, y entonces la respuesta es obvia, o sabemos que estamos enfermos y le clamamos por nuestra curación, o por el contrario, si estamos con los cumplidores, con los que no ven su pecado y solo conocen de Dios la exigencia de la ley y se sienten justificados por su cumplimiento, pero no son capaces de ver el amor del Padre. En ese caso, por tanto, no seremos capaces de manifestarlo al mundo. Que el Señor nos conceda ser conscientes de nuestros pecados.
Antonio Simón