En aquel tiempo, subiendo Jesús a Jerusalén, tomando aparte a los Doce, les dijo por el camino: «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer día resucitará».
Entonces se le acercó la madre de los hijos de Zebedeo con sus hijos y se postró para hacerle una petición.
Él le preguntó: «¿Qué deseas?».
Ella contestó: «Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda».
Pero Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?».
Contestaron: «Podemos».
Él les dijo: «Mi cáliz lo beberéis; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre».
Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra los dos hermanos. Y llamándolos, Jesús les dijo: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo.
Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (San Mateo 20, 17-28).
COMENTARIO
Sabemos por experiencia cotidiana que comunicar con el otro no es sencillo, cuando se quiere hacer comprender algo nuevo. Jesús se encamina a Jerusalén, a su pasión, muerte y resurrección. Quiere prevenir a sus discípulos y les cuenta lo que ocurrirá. Sabe que no pueden comprenderlo ahora, pero sí cuando vuelva resucitado, como ocurrirá con los discípulos que encontrará en el camino a Emaús. Ahora ha acabado de hablar y la madre de los hijos de Zebedeo le hace una petición: no ha comprendido las palabras, quizás aquello de una traición, azotes y crucifixión le ha dejado desconcertada, pero hace lo único que puede: confiar y pedir. Confía en ese buen final de una resurrección que no puede entender, de un reino que vendrá y que tampoco sabe cómo, y con la audacia que da la confianza de la amistad, de haber visto y vivido tantas cosas cerca de Jesús, en sus hijos y en ella, lo pide todo.
Supongo que al Señor debió gustarle aquella confianza, y seguramente su santa humanidad se sintió acompañada en aquel difícil camino a Jerusalén cuando, además, Santiago y Juan manifestaron su deseo de beber el oscuro cáliz que estaba por venir, con tal de estar con Él en su reino. Parece un buen itinerario de confianza en medio de los claroscuros de la fe en este camino de la Cuaresma, que no termina en sí misma, sino en la alegría de renacer, en la resurrección.