«Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su muerte, que iba a cumplir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Y sucedió que, al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías», sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube, que decía: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle.» Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto». (Lc. 9, 28b – 36)
En medio del bochorno del estío, en fechas que para muchos de nosotros son de disfrute de, no sé si merecidas pero sí necesarias, vacaciones, la Iglesia nos regala una festividad que, lo cierto es que suele pasar bastante desapercibida y no por ello menos importante, como también debió pasar inadvertida en un principio para Pedro, Santiago y Juan, dado que en este primer momento “guardaron silencio y no contaron a nadie nada de lo que habían visto”. (En Lucas toman ellos la decisión de callar, es en los otros sinópticos donde hay un mandato por parte de Jesús de “no contar nada”).
Lo que en principio fue una experiencia gozosa, espectacular, única, inefable de un día de vacaciones, de retiro en medio de tanta vorágine y baño de muchedumbres hambrientas y necesitadas de signos y palabras, sería para el futuro inesperado y desconocido una experiencia crucial para encajar el acontecimiento pascual.
Un día más de vacaciones, como el mío de hoy. ¡Qué bien se está aquí! Y sin ganas de que se termine. En el momento de escribir estas líneas, acabo de llegar de visitar y patearme la preciosa ciudad portuguesa de Coimbra. Una maravilla. Pero sería más maravillosa aún si hubiesen eliminado las cuestas. Las cuestas arriba concretamente; pues como decía un antiguo refrán de mi pueblo: “pa las cuestas arriba quiero mi burro, que las cuestas abajo yo me las subo”. Quede claro que mi tendencia natural, lo que me pide el cuerpo, lo intrínsecamente entrópico es tirar “pabajo”. Por eso me llama la atención la querencia, el instinto, el deseo de todo hombre de subir a la cima.
Cada poco tiempo, la semana pasada sin ir más lejos, tenemos noticias de montañeros que se dejan la vida en la conquista de nuevas cotas. Y, sobre todo, como lugar de experiencia religiosa. Algo común a todas las religiones y a todas las épocas: las pirámides de Egipto y en montañas más altas los mayas y los aztecas, y la que debieron liar los incas en el Machu Pichu; el Dalai Lama en el Tíbet, porque no debía de conocer un punto más alto. E incluso Mahoma, que debía de ser algo más vaguete, pues es vox populi, si él no va a la montaña, pues la montaña va a Mahoma…y asunto resuelto.
Personalmente, he estado en los montes de los protagonistas del evangelio, y hay cosas que, una vez allí, se entienden mejor. La subida al Sinaí es, simplemente inhumana, preciosa pero denunciable ante el Tribunal de Estrasburgo. Y la bajada, menos dura, pero el peligro de despeñarse es de nivel “alto-medio alto”. ¿Os imagináis lo que debió pasar por la cabeza de Moisés, después del paseíto, cargado con dos piedras de considerable volumen y cuando llega abajo se encuentra a su pueblo de jarana adorando al becerro de oro? Si no fuese por la fuerza de la experiencia de contemplar a Dios cara a cara, esa que deja el rostro resplandeciente…
En el caso del Carmelo, hoy se sube en autobús. Muchas curvas y paisaje precioso. Menos debió disfrutar Elías en su pulso con los 450 profetas de Baal que, aun saliendo victorioso en el “mano a mano”, aun dejando como sello la preciada lluvia; de nada sirvió para sujetar la soberbia de la malvada Jezabel que, llena de rabia y de ira, jura quitarle la vida. Elías, a punto de tirar la toalla, alimentado por el ángel del Señor, experimentará en el Horeb, que ni en el destructor fuego, ni en la violencia del huracán, ni en el ímpetu del temblor estaba Dios. El Señor siempre tiene reservada una brisa suave para aquel que sabe ser fiel viviendo a contracorriente.
Al Tabor he subido tres veces. Comentario general de los que hemos compartido esta experiencia: ¡Los taxis! Mercedes vetustos, cacharros largos de tres filas de pasajeros que no pasarían la ITV en el más generoso de los concesionarios y que suben y bajan a toda velocidad, cruzándose en una zigzagueante y estrecha carretera en la que dos ciclistas normales tendrían que cederse el paso al cruzarse. En una de las ocasiones que subí, el taxista era manco. ¿Entendéis lo de querer hacer tres tiendas y no querer bajar?
El caso es que de una forma o de otra, no hay nada como la altura para expresar el modo de relacionarse con Dios. En algunos casos se tratará, como en Babel, de querer estar a la altura del propio ego y ponerse incluso por encima de Dios. En otros, como el evangelio que hoy nos ocupa, dejarse atraer por la fuerza de un “imán” que nos impulsa a vencer la propia inercia de lo rutinario para adentrarnos en la búsqueda y encuentro de Aquel que nos invita a “Escuchar”, desde el silencio de la altura, mirando hacia la infinitud del horizonte que amplía la cortedad de nuestras miras, de tal forma que la, muchas veces, la mediocridad de nuestra vida queda “transfigurada” en “historia de salvación”. ¡Qué pequeñitas se ven desde lo alto las cosas que creemos grandes!
Jesús aparece hablando con Moisés y Elías. Los dos han tenido que subir al monte y experimentar lo tremendo y al mismo tiempo fascínante de la cercanía de Dios y la necesidad de “cargar las pilas” para cumplir con fidelidad la tarea encomendada. El rechazo, la incomprensión, la persecución, en definitiva, la dura cerviz del pueblo al que Dios ama, harían humanamente imposible la misión si no existiesen momentos de “Tabor” o de Sinaí, o de Horeb, o de Carmelo. La expresión: “¡Qué bien se está aquí!” nos la han explicado mal. No es la tendencia a la instalación, es el consuelo anticipado por parte de Dios en previsión de otros montes más duros que nos esperan; que en el caso de Jesús no será solo el Calvario. Probablemente será peor la angustia del Monte de los Olivos.
“Hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén”. Y ya sabemos cómo se consumó. En el relato de Lucas, justo antes de la Transfiguración, Jesús ha multiplicado los panes y ha saciado la muchedumbre. En el paralelo de Juan, ante este milagro, se indica que Jesús ha de huir porque lo querían hacer rey. Y en la cruz morirá como rey, pero rey ultrajado y coronado de espinas. Pero los discípulos verán otra faceta del milagro: “Recoged lo que sobre, que nada se desperdicie”. Hoy hay abundancia; mañana puede haber escasez. Hoy puede haber Tabor. Que no se desperdicie nada: mañana puede haber Calvario.
Indicaba anteriormente que nos han explicado mal lo de las tres tiendas. La tienda de campaña no es signo de instalación, pertenece a la cultura nómada. El mundo bíblico rechaza a los cananeos porque “tienen casas de piedra”; o sea, se instalan. No así el nómada. El errante planta su tienda de campaña cuando hay abundancia de pastos y saben que van a estar bastante tiempo. Que sus ganados van a tener mucho que comer y, sobre todo, mucho que rumiar. “Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle”. Y es tal la cantidad de Palabra que a lo largo de los siglos Dios ha proclamado por la Ley (Moisés) y los profetas (Elías) que la Palabra se ha hecho Carne (Jesucristo) y (para que nada se desperdicie) ha puesto su tienda entre nosotros.
¡Cuántos jóvenes de todo el mundo habrán vivido la JMJ de Río de Janeiro como una auténtica vivencia de Tabor! Cuántos, a pesar de las inclemencias meteorológicas habrán exclamado: ¡Qué bien se está aquí! Cuántas experiencias, palabras y gestos tendrán ahora que rumiar y digerir.
El Papa Francisco nos ha recordado en el “ángelus” de este domingo que las JMJ no son fuegos artificiales. La Transfiguración del Señor tampoco es un “efecto luminoso”
Pablo Morata