Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño” (San Lucas 2, 22-32).
COMENTARIO
San Lucas nos invita a pedir al Espíritu la luz y el regalo de la fe que dio este día a los humildes de Israel, para saber quién es Jesús y dónde encontrarlo en medio del gentío. No se responde a esto con frases hechas o memorizadas, sino con un ejemplo de vida que refleje las mismas actitudes que emergen de la escena, amor, humildad, generosidad, compromiso. Es la Luz de Salvación que irradia confianza y esperanza, no solo para unos pocos sino para “todas las naciones”. Aunque seas un pecador indigno y reincidente en tus culpas, tienes la puerta abierta para participar en su arriesgada aventura, eres necesario… Jesús escoge a los débiles, a los que el mundo ignora y desprecia, para que ricos y poderosos queden confundidos. Si ya te llamó ¡Bienaventurado!
El anciano Simeón recibe a Jesús en el templo, junto a la profetisa Ana. “¡Portones, alzad los dinteles!… (Sal. 23). Sacerdotes y levitas ni notaron su presencia. Pero Simeón lo identificó como la luz esperada, que brillaba en medio de la oscuridad del gentío, y Jesús, como la más hermosa vidriera gótica atravesada por el sol, lanzó su Luz al corazón del mundo.
Cuando Simeón “vio” a Jesús con sus padres a través de su mirada viva, porque se había dejado atraer, lo tomó en brazos con enorme cuidado. Sabía que era el Salvador, el Mesías. Tres veces menciona el texto la fuerza del Espíritu. Y un canto profético, delicioso inspirador de artistas, brotó de Simeón como explosión de luz antes de morir: “Nunc dimittis”, déjame ya ir con tu Paz que aún rezamos en el oficio de Completas. El anciano había vivido para ese momento una larga e intensa espera, “porque mis ojos han visto tu salvación”. ¡Ojalá no tengamos la muerte hasta no ver a Jesús actuando en nuestra vida!
Después Simeón se dirigió a María y profetiza que el Niño “será signo de contradicción”, escandalizará, será discutido, “despreciado y rechazado por la humanidad” (Is.53,3). El sufrimiento de María, espada que atraviesa el alma, tiene como motivo el dolor, persecución y muerte de Jesús. Son dolores paralelos y simultáneos los de Madre e Hijo, anunciados desde el Templo. Y aunque no se diga, José sufría con ellos, al igual que se admiró y alegró aquel día.
La salvación que anuncia y trae Jesús en su programa ni se impone, ni se hereda, ni se regala a nadie sin aceptación y esfuerzo. Se abraza o se rechaza, y Jesús sigue siendo signo de enfrentamiento, misterio y escándalo, junto con alegría. Su palabra cuestiona nuestra forma de vida, nos desconcierta, contradice nuestra estable mediocridad, choca a veces con lo placentero que desea el instinto. El gozo que Él produce es iluminar a alguien, y dejarse iluminar, cada día de nuestra vida. Y es que, en el evangelio las agujas del reloj giran en sentido contrario a las del reloj del mundo.
Jesús, María y José cumplieron con un rito de la Ley que no les era necesario, ya que en el nuevo pueblo la pureza venía de ellos y por ellos. Quisieron enseñarnos a cumplir incluso lo que a veces nos parece innecesario para tener su luz. Es una de las cargas que tiene ser un pueblo, una familia.
Aquella iluminada Presentación, con la previa caminata desde Belén, propició la admiración de la gente que estaba en el Templo, escuchando a Simeón y Ana alabar con entusiasmo el eje de su fe en algo que a ellos les parecía cosa de todos los días: una familia humilde presentando a su primogénito y dos pichones.
La más segura forma de ser cristiano para siempre, es admirarse de las cosas que dicen de Jesús las gentes piadosas. El origen de toda alabanza es la presencia de Dios en los sencillos de oración continua, como Simeón y Ana,
que tenían reconocimiento intuitivo de Dios manifestándose en un simple rito legal. Es la obra maestra del Espíritu en la gente humilde y orante de siempre, y el pago ya desde aquí a toda una vida de silencio.
Aquel día la esperanza se hizo realidad en los brazos y luz en los ojos de Simeón, aunque solo fuese un instante. El justo y ya viejo profeta, con toda una vida de oración, de ayuno y sacrificio cargada sobre sus arqueadas espaldas, obtuvo la recompensa de sostener al Sostenedor de su Israel querido. Experimentó en un segundo la Verdad Mesiánica anunciada en los profetas: «Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Y sonó en su voz un canto que aún entonamos completando la alabanza de todos los días.
Al escuchar este Evangelio se nos encienden candelas, como a Simeón. La obra del Espíritu sigue ardiendo en la gente humilde de todos los tiempos, a los que atrae como mariposas a la luz. ¡Es la Candelaria! La Iglesia empezaba a caminar e iluminar.