Desde mi más tierna infancia conozco el prodigioso milagro de la vida en gran cantidad de aves de las más diversas familias. Es ahora, sin embargo, cuando veo el milagro que, por serlo, es realmente prodigioso. Y es también ahora cuando reparo en la estulticia o, por ignorancia quiero pensar, de la maldad de un alto porcentaje de seres que, por racionales, pertenecen a la especie humana…, deshumanizada.
Dejo esto aparte, sin caer en descalificaciones que no sirven de nada o de casi nada, para recordar con ustedes, mis posibles lectores, la belleza que contiene la multiplicación de los seres que, siguiendo una ley congénita dictada por un Ser Superior, cumplen con una impresionante perfección.
Como muchos de ustedes en la niñez o adolescencia rural, ¿nos vamos, si les parece, “a nidos”? Pues vamos. ¿Recuerdan cómo los descubríamos en árboles, tejados, campos… , según la especie?
Descubierto el nido de gorriones, palomas, tórtolas, oropéndolas…,en el caserío, arboledas, pinares, montes y riberas, por el titubeo de los padres de abandonar a su prole en peligro de los depredadores humanos, accedíamos a él. A veces contenía solo huevos recién puestos o en período de incubación de la vida existente en ellos, al calor amoroso de los progenitores, con mayor frecuencia la madre. Otras, los polluelos pugnaban –cumplido el ciclo de incubación y vida, pero oculta- por romper el cascarón. O bien y recién vista la luz, estaban en “curitatis” (en carne viva), en “pelo malo” o “pelo bruja”, (pelusilla alborotada), “en cañones”, (lo que luego serían plumas) o ya con ellas.
En “curitatis”, el cordón umbilical con la madre, madre aguilucho en este caso, era el alimento que, tras el continuo piar con la boca y pico desmesuradamente abierto recibían en espera -siempre impaciente- de los aguiluchos padres en un ir y venir continuo. Instinto paternal por amor entre los de su especie irracional que les dio la vida. Escena tierna y amorosa de cuidados a su prole ¡viva!, pero incapaz aún de valerse por sí solos. Muy parecido en esto a los seres humanos, también en “curitatis” cuando vienen al mundo como lo fueron desde el mismo instante de su concepción: ¡seres humanos vivos! Y nunca cosas…
Estamos –estoy- ahora en el pinar subiendo a un pino donde los aguiluchos hicieron el hogar de una nueva familia…, de aves rapaces. De rama en rama con pies y manos o trepando sin apoyo, llego al hogar de las pequeñas aves recién nacidas. En él, dos o tres pollitos en “curitatis” (carne) y un huevo aún sin abrir. Los cernícalos, aguiluchos o críalos padres -que según zonas, así se les nombra- pasaban una y otra vez con vuelos amenazadores en torno a su nido y la cabeza del que suponen depredador humano. A horcajadas sobre una rama, la misma del hogar aguilucho, contemplo la escena, no por conocida menos asombrosa: el huevo aún entero junto a los cascarones que fueron vivienda de los polluelos desnudos -como en las entrañas de la madre humana-, se mueve ligeramente…, como el nasciturus-niño en las entrañas de la madre humana.
De pronto, y por el instinto de quien lo habitaba dentro desde que fue engendrado, surge primero un piquito aguilucho; la cabeza luego y con vigor increíble el cuerpo entero después, desnudo, como en la especie humana. Este cuarto pollito aguilucho vio de hito en hito por vez primera el sol fuerte cuya luz bellísima atravesaba el follaje, verde tornasolado, protector del pino. La mentalidad de niño, presunto depredador, comprendió de golpe y sin necesidad de maestros, la grandiosidad de la escena. La vida que estaba oculta dentro del cascarón momentos antes, era ahora otro aguilucho polluelo como los otros que se adelantaron al que ahorase asomaba al mundo con la misma vida de sus hermanos, pero con algún retraso.
Enseguida, los cuatro a coro y con el pico abierto clamaron con el “cri-cri” de “críalos”, el alimento que los padres no se atrevían a suministrar por el intruso humano y amenazador, próximo a sus dominios. Ajenos al peligro, los polluelos indefensos -como los humanos-, seguían insistentes pidiendo alimento; los que, sabiduría de lo creado, no necesitaron del exterior –como los humanos- porque tuvieron cuanto necesitaron en la fase de no-natos dentro del cascarón. Singular seno materno, dispuesto así por Quien pudo hacerlo y lo hizo. ¿Quién era yo, ladronzuelo de nidos, para desbaratar ese hogar de irracionales tan amoroso? Con prisa, bajé a tierra.
Escondido entre matorrales inmediatos al pino trepado antes, contemplé ahora la escena: por turno que les dictaba el solo instinto, depositaban el alimento en las bocas siempre abiertas de los hijos que clamaban incansables. Todos los polluelos recibían igual y por riguroso turno el alimento que, incapaces de proporcionárselo ellos, lo recibían con ternura inmensa de padre y madre. Todos entonces y al fin callaron. Todos, menos uno: el último en romper el cascarón. Después de un buen rato de espera en el que el último nacido insistía en pedir alimento, decidí hacer de padre y madre; convencido de que los verdaderos tenían dificultad en obtenerlo. Tomé el polluelo aguilucho con sumo cuidado e introducido en el “buche” bajo la camisa, calló ¿asustado? o por un calorcillo en su cuerpo desnudo con cierto parecido al de los padres ausentes. Sin que sufriera el menor daño en el amoroso habitáculo, pronto tuvo “vivienda” en un cajón cerrado con tela metálica. Y en pocos minutos el ansiado alimento que nuevamente reclamaba y que tuvo de un pobre gorrión atrapado con una ballesta. Una vida por otra sin pensar en las consecuencias por salvar la primera. Insaciable, cada día y en cuanto veía a su nuevo padre adoptivo, volvían los gemidos, a lo aguilucho, por la ansiada porción de “gurriato”. Con actividad febril, por sacar adelante la nueva vida encerrada en el cajón, supongo que era ahora el terror, depredador de gorriones.
El aguilucho pasó enseguida por todas las fases del “vestido” en las rapaces. Y por las fases de desarrollo, más rápida que en los humanos, tan torpones, pero, aunque en irracional, similar vida.
Sentado junto al cajón-nido-vivienda, observé cómo, incesante, buscaba la salida de él. Comprendí enseguida la llamada de la naturaleza y la compañía entre los pinos de sus hermanos aguiluchos. Con sumo cuidado y con mi “chaval aún no volandero”, hice una puerta de salida al cajón que, por el momento, permaneció cerrada. Volví al pinar; y, en él, al pino del nido de sus hermanos. Menos desarrollados que “el mío”, allí estaban; reclamando alimento, como siempre. Sobre la marcha en carrera rápida al caserío, se me ocurrió la idea, peregrina. Deposité, el cajón junto al pino de la familia aguilucho y esperé acontecimientos en mi escondite de antaño… (Continuará esta aventura y la de los marsupiales en el próximo, si Dios es servido).
Carlos de Bustamante