Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. (Mt 23,8-12)
El capítulo 23 del evangelio de Mateo –tristemente famoso por las consecuencias que ha tenido en la historia– comienza con Jesús dirigiéndose «a la gente y a sus discípulos» (23,1). Esta gente y estos discípulos son los «vosotros» a los que se les dice lo que se afirma en el pasaje de hoy, que fundamentalmente está compuesto por dos partes: una recomendación a «no dejarse llamar» (dos veces) o «no llamar» determinadas cosas (títulos) y otra a servir (con una especie de conclusión).
Los títulos que se mencionan en la primera parte son rabbí, padre y maestro. El primero es una fórmula de cortesía que se empleaba para reconocer la autoridad de alguien. Procede de un término hebreo, rab, que significa literalmente «grande», «numeroso», «mucho»; en su forma rabbí se podría traducir aproximadamente como «maestro mío». El segundo, «padre» –aparte de la denominación del progenitor–, es el título que cualquier discípulo daba a su maestro. De hecho, en los libros bíblicos de corte sapiencial es frecuente el recurso literario en el que un padre enseña a su hijo (aunque en realidad sea un maestro instruyendo a su discípulo o discípulos). Por ejemplo: «Hijo mío, si aceptas mis palabras, si quieres conservar mis consejos, si prestas oído a la sabiduría y abres tu mente a la prudencia…» (Prov 2,1-2). Por último, el tercer título –«maestro» o «guía»–se dice con la palabra griega kathêgêtês, un término que solo aparece aquí en todo en Nuevo Testamento.
Lo que se afirma en el pasaje es que esos títulos, que se encuentran en el ámbito de la enseñanza (sabiduría) y la autoridad, propiamente han de reservarse solo para Dios o su Mesías. Y al revés, ningún ser humano, por más excelso que sea o pretenda ser, merece llevar esos títulos, si hablamos de forma cabal. Lástima que, en nuestra Iglesia, se haya usado y abusado de esos títulos y otros muchos más. Y no solo de títulos, sino que los hombres han llegado incluso a atribuirse acciones divinas: por ejemplo cuando se habla de «crear» cardenales–, olvidando que crear solo le cuadra adecuadamente a Dios. La paradoja es que, mientras otros textos evangélicos han sido tomados literalmente, este de hoy parece que ha de ser interpretado de forma menos literal (hasta el punto de que, tomado a la letra, se le ignora).
La segunda parte del pasaje de hoy, ligada muy estrechamente a lo anterior, está compuesta por el dicho sobre el servicio y su paradójica conclusión. En el dicho resuena el que Jesús ya se ha aplicado a sí mismo –aunque emplee el título de Hijo del hombre– en Mt 20,28: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir». El discípulo no puede ser algo distinto del Maestro. Por eso la conclusión, aunque paradójica en su formulación, es la única que conviene a esta «lógica del servicio»: si el Señor, que es el primero, aquel al que le cuadran con propiedad los títulos de maestro o rabbí, se ha comportado como el siervo (diákonos), el discípulo no debe seguir otro camino diferente. De ahí que el enaltecimiento o la humillación de la conclusión haya que contemplarlas con otros ojos o desde otra perspectiva: los de Dios y su Cristo.