«En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo: “No les queda vino”. Jesús le contestó: “Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora”. Su madre dijo a los sirvientes: “Haced lo que él diga”. Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: “Llenad las tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: “Sacad ahora y llevádselo al mayordomo”. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: “Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora”. Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él». (Jn 2,1-11)
Celebramos hoy el segundo Domingo del Tiempo Ordinario. En este Tiempo Litúrgico no hay «Primer Domingo», pues el Domingo del Bautismo del Señor (domingo anterior a hoy) es el último día del Tiempo de Navidad y, a la vez, constituye el primer día de la primera semana del Tiempo Ordinario, sin pertenecer a él.
El evangelio que hoy proclama la Iglesia concluye el llamado ciclo de la Epifanía o Manifestación del Señor. Tres son los relatos evangélicos que nos hablan de tres manifestaciones de Jesús: la primera, ante los Magos de Oriente, signo de su manifestación ante todas las gentes (los pueblos gentiles); la segunda, ante Juan el Bautista y los judíos en las aguas del Jordán (el pueblo de Israel); la tercera, esta ante sus discípulos en la bodas de Caná (los «suyos»).
Estos tres relatos epifánicos constituyen un preanuncio de la Gran Manifestación de Jesús a toda la creación, su Resurrección de entre los muertos. Entonces es cuando verdaderamente manifiesta al mundo su gloria, la misma gloria que había recibido del Padre y que nosotros —como dirá el evangelista San Juan en muchas ocasiones— hemos contemplado.
La introducción de este fragmento del Evangelio, como casi siempre que aparece aislado de todo el texto, comienza con la tradicional fórmula «En aquel tiempo…». Sin embargo, esta perícopa realmente comienza diciendo: «Al tercer día, había una boda en Caná de Galilea…». Al tercer día ¿de qué? Pues por el relato previo, evidentemente, al tercer día de los hechos que el evangelista va narrando desde el Bautismo de Jesús en el Jordán.
En la primitiva Iglesia apostólica esa expresión «al tercer día» se había acuñado como un signo de la Resurrección. Los símbolos de fe más primitivos ya la usan: «Al tercer día resucitó de entré los muertos». Los evangelistas, como veladamente, también la usan con frecuencia a lo largo de sus relatos: «Al cabo de tres días lo encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros…». (Lc 2,46).
Vemos, por tanto, que San Juan, desde el comienzo de su Evangelio, ya está haciendo referencia a la Resurrección del Señor, a la verdadera «hora» de Jesús y a la manifestación definitiva de su gloria. Jesús, al resucitar de entre los muertos, manifestó plenamente su gloria ante sus discípulos. «¿No era necesario —les dice a los discípulos de Emaús— que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?» (Lc 24, 26).
Este capítulo 2 del Cuarto Evangelio abre una sección llamada Libro de los Signos. En todo el Evangelio de San Juan no aparece, como en los Sinópticos, la palabra milagro, sino signo (semeion). «Este el primer signo que hizo Jesús ante sus discípulos y así manifestó su gloria y creció la fe de ellos en él». Todo lo que hace y dice Jesús a lo largo de su ministerio público es un signo, un signo de algo. Tiene un significado que va mucho más allá del hecho en sí mismo. Nos está proyectando hacia una realidad superior a la que estamos acostumbrados a vivir. Jesús dirige sus signos con hechos y palabras intrínsecamente unidos hacia otro tipo de vida. San Juan la llamará Vida Eterna.
Al final de este Cuarto Evangelio nos dirá el evangelista que «otros muchos signos realizó Jesús en presencia de sus discípulos que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» (Jn 21,30-31).
En esta primera intervención pública aparecen dos signos muy importantes: el agua y el vino. Los judíos entendían perfectamente el significado de estos dos elementos. El agua era signo de purificación, de penitencia. El vino, de fiesta y alegría, de vida. De hecho, el propio texto de hoy dice expresamente que había allí seis tinajas de piedra (signo de las tablas de Moisés, de la Ley) llenas de agua. Jesús convierte el agua en vino. Y vino buenísimo, excelente. Convierte nuestra agua en vino nuevo. Nuestra existencia aguada, insípida, en una vida plena de alegría y gozo. El Reino de Dios ha llegado. ¡Alegraos! Con su persona, Jesús ha traído el Reino de Dios a nosotros, nos ha introducido en él, como en una boda desbordante de alegría.
Es importante también observar que todo esto, la acción salvadora de Jesús entre los hombres, acontece a través de la poderosa intercesión de su madre. Es María, atentísima observadora de las carencias y necesidades de los hombres, quien le informa de que no tienen vino. Ante la aparente indiferencia de Jesús, ella nos dice (entonces, ahora y siempre): «Haced lo que él os diga».
Ojalá el Señor nos conceda ser dóciles a la invitación de María y obedientes a la palabra de Jesús.
Ángel Olías