Cristo ha venido para devolvernos el amor que habíamos abandonado y para zanjar en su cuerpo la deuda del mal generado por el hombre. Cuando el mundo rebosa toda capacidad imaginable, Dios ha de resolver el enigma de tanta injusticia, deshacer los infinitos nudos que ahogan la vida, que la hacen irrespirable, porque sin justicia la vida no es viable.
Y llegado el momento culminante de la historia, Dios preparó el cadalso para ejecutar al culpable de ese mal: el hombre. Mas he aquí que, si Dios había acariciado el proyecto de la creación del ser humano, más meticulosamente aún el mismo Dios acarició el proyecto de su recreación, que iba a resolver la situación sin salida en la que el hombre se encontraba, sin menoscabo de la justicia, porque era preciso hacer justicia. Pero lo que nadie podía imaginar, ni los ángeles en el Cielo, era la forma en que iba a llevarlo a cabo. Dios mismo usurpó el papel al culpable: el hombre. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. (Jn 3, 16)
La víspera de su Pasión el Señor confiesa abiertamente: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer” (Lc 22,15), y consciente de su final “marcha como un héroe a recorrer su camino”, ávido de entregar la vida para salvar al ser que ama con todo el alma. Pero acabada la cena, tras instruir en el amor a los discípulos lavándoles los pies, y una vez instaurada la Eucaristía, sale con tres de ellos al huerto de los Olivos y comienza a sentir una tristeza mortal.
El momento decisivo de la Pasión está a punto de llegar. Cristo se aleja para rezar, como tantas veces hiciera, pero se encuentra solo; por primera vez no siente la cercanía del Padre. Satán, que tras el descalabro sufrido en el desierto lo dejó hasta otra ocasión más propicia, aprovecha este momento de máxima fragilidad y le llena de hielo el corazón. Y queda solo, solo frente a todo el universo, “en una soledad poblada de aullidos”, con enemigos que le rondan por fuera y enemigos que le roen por dentro y que le impiden rezar. Lo hace con el cuerpo, con las manos, con los labios…, pero no le acompaña el alma —que ha quedado congelada— y pide ayuda a los suyos: “Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26,38), mas ellos duermen. Envuelto en un estado de ansiedad asfixiante, comienza a sudar sangre, tal es su angustia, y grita: ¡Abba Padre! ¿Dónde estás? ¡No te siento! La tentación alcanza aquí su clímax: Si me oyes… “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26,39).
Y ante estas palabras el universo queda como traspasado por un silencio estremecedor. En un solo instante, el Cielo entero se paraliza y los ángeles enmudecen, cierran los ojos… ¡Dios tampoco responde! Está a punto de desmoronarse la salvación, pero Dios calla y una vez más lo hace depender todo de un Sí en libertad… Y como un nuevo “Hágase en mi según tu palabra”, Cristo se entrega a tumba abierta: “Padre, ¡no se haga mi voluntad sino la tuya!” (Mt 26,39).
El Cielo vuelve a respirar, se estremece con un suspiro cósmico y los ángeles, a la más leve indicación del Dueño absoluto de los Cielos, se arrojan a consolar a su Señor: le lavan con sus lágrimas y le secan con sus cabellos —como hiciera aquella mujer agradecida que nos precederá a todos en el Reino de los cielos porque mostró mucho amor. Ha pasado el momento decisivo. Tras el delirante combate, Cristo es ya el manso cordero que enmudece ante quien viene a degollarle. El enemigo tiembla; el aparente vencedor comienza a intuir la derrota.
Enrique Solana de Quesada