En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!» Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: «Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.» Pero las sensatas contestaron: «Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.» Mientras iban a comprarlo llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: «Señor, señor, ábrenos.» Pero él respondió: «Os lo aseguro: no os conozco.» Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.» (Mateo 25,1-13)
La lectura de este pasaje del Evangelio nos deja desencanto; la mitad de las vírgenes, que habían emprendido bien su camino, fueron flojas, inconstantes, y no llegaron a la altísima y bella meta a la que habían sido convocadas.
San Agustín, en su Sermón 93, 17 hace un comentario acerca de esta parábola. Dice así: “Vela con el corazón, con la fe, con la esperanza, con la caridad, con las obras (…); prepara las lámparas, cuida de que no se apaguen, aliméntalas con el aceite interior de una recta conciencia; permanece unido al esposo por el Amor, para que Él te introduzca en la sala del banquete, donde tu lámpara nunca se extinguirá”.
El querer es muy propio de la naturaleza humana y San Agustín detalla en ese párrafo muchos modos de hacerlo; está a nuestro alcance. Y cada uno sabemos por donde tirar hacia el bien. Pero el fallar también es propio de la persona, nuestra naturaleza herida nos puede dar malas sorpresas. Por ello hay que luchar en ser personas fuertes, vibrantes, constantes. Ser alguien que se recarga del amor de Dios, particularmente a través de los sacramentos y de las prácticas de piedad, de modo que no falte el aceite del amor, que sigamos siempre adelante, con la meta de llegar al cielo. Perseverar en la búsqueda del “aceite”, no al desaliento. Descubrir una y otra vez que la existencia de cada uno -también mi propia existencia- tiene un valor inconmensurable, pues ha sido objeto del abundante amor del Señor, del Esposo, según esta parábola, que nos ha llamado y que nos exige seguir el camino.
La vida cristiana, la vida sobrenatural implica mirar hacia adelante, también con la alegría de que siempre estamos a tiempo para pedir perdón al Señor, para levantarnos si hemos caído. Para que nuestro corazón sea recto, y no se desvíe ni con sueños tontos, ni con distracciones desafortunadas, ni con malas pasiones.
En definitiva, este Evangelio nos enseña a no dejarnos llevar por la tibieza, pendiente resbaladiza que rompe el alma.