En aquel tiempo, Jesús llamó a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y decía: -«Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, en testimonio contra ellos». Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. (Mc. 6, 7-13)
Entre las instrucciones que Jesús da a sus discípulos cuando los envía a predicar el reino de Dios, de dos en dos, llama la atención su insistencia en la precariedad con la que deben marchar. Les indica que, prácticamente, vayan con lo puesto y nada más; ni siquiera con dinero “por si les surge alguna necesidad”.
Naturalmente, les da poder sobre los “espíritus inmundos” para que puedan respaldar su predicación en una autoridad que les viene de Dios. Pero, incluso este poder no tiene ningún signo visible que lo garantice. Han de fiarse de la palabra de Jesucristo y mostrarlo, llegado el momento, sin dudar en absoluto de que será Cristo el que actúe en ellos y no les defraudará.
Esto supone para los hombres actuales una gran lección de cómo se deben atender las cosas del espíritu. Dios es el único que potencia y hace fructificar la predicación moviendo los corazones de las personas. Cuanto más abandonados a su divina providencia vayan los cristianos que han de propagar las enseñanzas del Maestro y menos preocupados se muestren por las “seguridades” materiales, más frutos cosecharán. Lo único que importa es el anuncio claro, conciso e inconfundible de Jesucristo, Hijo único de Dios, muerto para el perdón de todos nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación. Lo único que se exige al hombre es que crea en su nombre. No hay que hacer nada en especial para conseguir la Vida Eterna, pues Jesucristo la ha logrado para todos los hombres y nos la ofrece gratuitamente.
Sin embargo, cada persona tiene suficiente libertad para aceptar con gozo esta maravillosa oferta de Cristo o, por el contrario, rechazarla, excluyéndose a sí mismo de ir al Reino de Dios. El Señor nos ha creado libres para que podamos amar u odiar. Él no necesita de los hombres, somos las personas las que necesitamos de él. Por eso, todo aquel que crea en él, lo amará y será salvado; vivirá feliz para siempre. Y no se forzará a nadie que, libremente, decida rechazarlo. Lo que se llama infierno no es más que estar con ausencia de Dios. En esa situación la falta de amor es absoluta.