Carta a mi Señor
Hace poco más de un año que me llegó por equivocación de alguien la oración que me ha hecho pensar y rezar mucho y que me ha dado motivo para tantas de estas cartas. Hoy me detengo en el reto que habla de persistir en numerosas y variadas actitudes costosas “sin esperanza de póstumo homenaje”. Estas palabras me vuelven a algo esencial para mí, la gratuidad, de la que te he escrito ya muchas veces. Cambiaría las palabras del reto y pondría: “Enséñanos, José, cómo se persevera, o se trabaja, o se hace un esfuerzo o tantas cosas, sin esperar… nada.” Nada a cambio, nada como resultado, nada como consecuencia. Solamente el amor espera amor; por su propia esencia. Nunca ha existido el amor que no quiere amor. Fuera de eso, todo es vano y jamás me atrevería a tomar las palabras de tu apóstol como en este caso: “Todo lo estimo basura…”
Conocí una vez a una persona que no lograba aceptar las gratuidades. No sé si por desconfianza o porque no entendía qué significa gratuito; posiblemente las rehuía porque pensaba que le obligaban a gratitud y no deseaba corresponder ni agradecer. Así, cuando percibía una muestra de afecto, solía reaccionar con rechazo y aspereza.
Pedir que se nos enseñe a empeñar nuestro corazón en tareas y en afectos sin esperar absolutamente nada, de verdad, en lo profundo, con toda sinceridad, es, para empezar, por el simple hecho de pedirlo, bello y luminoso (aunque me pregunto si eso puede enseñarse). Como bello y luminoso es el gozo que da la convicción de que se hacen las cosas simplemente porque así salen de dentro, sin cálculos, sin cuentas de premios ni réditos, sin cuentas siquiera de oportunidad o conveniencia, por la alegría de hacerlas. Espontáneamente, porque brotan de pronto con el ímpetu de lo auténtico, con el brío de la verdad no encarcelada. Sin que importe el rechazo ni la aspereza, hagan lo que hagan los otros. De ese modo, a veces se llega a tocar durante menos que un instante la felicidad. La felicidad pura, cuando no hay ni pensamiento de posterior gratitud ni de póstumos homenajes, ni de recompensas por mínimas que sean, cuando no se espera para ver si alguien se ha dado cuenta y esboza al menos una sonrisa. Entonces, silenciosamente, se hace una reverencia, nada más. Lo que se siente en ese momento es parecido a lo que se experimenta cuando se ha salvado a un pájaro herido, se le ha curado y se le ha echado a volar en el aire tibio, hacia el azul infinito.