“Pensemos solamente, a modo de ejemplo, en la obra de misericordia corporal de vestir al desnudo (cf. Mt 25,36.38.43.44). Ella nos transporta a los orígenes, al jardín del Edén, cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos y, sintiendo que el Señor se acercaba, les dio vergüenza y se escondieron (cf. Gn 3,7-8). Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió» (Gn 3,21). La vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida. Miremos fijamente también a Jesús en el Gólgota. El Hijo de Dios está desnudo en la cruz; su túnica ha sido echada a suerte por los soldados y está en sus manos (cf. Jn 19,23-24); él ya no tiene nada. En la cruz se revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los que han perdido la dignidad porque no cuentan con lo necesario.” (Francisco, MetM 19).
En algunos lugares de Italia es costumbre echar al fuego lo viejo, e incluso tirarlo por el balcón para que lo recoja el camión de la basura.
Al terminar el año, además de lo adecuado de hacer un balance, es momento propicio para despojarse de lo caduco, de todo lo que no aprovecha. En este sentido, te invito:
“Despójate del hombre viejo, del vestido del egoísmo, que te esclaviza con pensamientos negativos sobre los demás e incluso sobre ti mismo.
Despójate de tus pecados. Atrévete a reconocer tu debilidad. Abre la puerta de tu corazón al perdón y a la misericordia.
Despójate de las palabras vanas, de los discursos vacíos, de la lengua maldiciente, de los términos gruesos y hasta groseros, y toma el lenguaje positivo, educado y sensible.
Despójate de todo juicio externo e incluso de los internos, respeta la identidad sagrada de cada persona. Deja que sea Dios el único juez de cada uno.
Hay que llegar a sentirse desnudo para acoger el gesto espléndido de la misericordia.
Dios, al tomar nuestra naturaleza y asumir nuestra carne, nos posibilita el mejor revestimiento, el de considerarnos hijos de Dios por la túnica con la que cubre nuestra vergüenza.
Qué significativas son, también para nosotros, las antiguas palabras que guiaban a los primeros cristianos: «Revístete de alegría, que encuentra siempre gracia delante de Dios y siempre le es agradable, y complácete en ella. Porque todo hombre alegre obra el bien, piensa el bien y desprecia la tristeza […] Vivirán en Dios cuantos alejen de sí la tristeza y se revistan de toda alegría». (MetM 3).