En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
«Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio en favor de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz.
Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado». Juan 5, 33-36
En el Evangelio de hoy, el Señor revela el misterio de la luz divina en la vida del hombre. No toda luz ilumina la verdad. Hay fuegos artificiales que encubren la realidad y anulan todo discernimiento. Existen toda una serie de productos y bienes de consumo que deslumbran a la razón y la fe. Están dirigidos a la obtención del placer y la satisfacción de falsas necesidades. Son reclamados por un “yo” sobredimensionado y nunca saciado.
Pertenecemos a una generación iluminada por una tecnología, en gran parte al servicio de la evasión. Los canales de información emiten continuamente noticias, no dejando lugar a la meditación, análisis y reflexión.
El hombre se comporta primaria e impulsivamente, en la búsqueda inmediata y continua de “bienestar”. Cree tener bien claro cómo manejar la propia vida, limitándose a existir de la forma más cómoda y placentera posible, huyendo de todo lo que signifique trascendencia. La búsqueda de verdades profundas es despreciada y etiquetada como no necesaria.
El hombre, alejado de los misterios del Dios que le ha creado, se muestra orgulloso de su ignorancia y hace de ésta un lema de vida. Pretende iluminarse a sí mismo pero está totalmente falto de luz.
Los discípulos de Jesús, que viven en el mundo, no deben ser víctimas de esta realidad ni caer en el desánimo, porque sería signo de falta de fe y confianza en el Señor. El cristiano debe vivir siendo el portador de la luz que lleva a Jesucristo, tal y como hizo Juan el Bautista. Jesús nos pide hoy que iluminemos el ambiente en el que nos hallemos. Todos los días se nos presentan oportunidades para dar testimonio, para ser luz. Algunas veces con nuestras palabras, otras con nuestro silencio o siguiendo con nuestras obras las huellas luminosas de Jesús. Hoy, en el trabajo, han criticado, precisamente, a ese compañero que apenas soporto. Puedo sumarme a ellos, quedarme en silencio o justificar al que es víctima de la murmuración. Puedo ser luz o no.
Es frecuente, así mismo, encontrarse en medio de conversaciones en las que se defiende el aborto, el divorcio o el sexo como un fin en sí mismo. Esta defensa es fruto, dicen, de una sociedad moderna, libre de tabús. Ante esto puedo callarme, otorgando de alguna manera veracidad a lo que se está afirmando o presentar la verdad revelada por el Señor, que ilumina estas cuestiones, aunque esto conlleve perder prestigio humano y ser echado al cesto de los trasnochados y retrógrados.
Si en verdad mi vida está iluminada por el amor de Dios, se tiene que notar allí donde me encuentre. La alegría de la salvación es siempre contagiosa. Que la verdad sea conocida depende también de mí.
En esta labor, el cristiano necesita todos los días al Espíritu Santo. Por eso tengo que acondicionar mi corazón, para que pueda habitar en él y que sea el motor y auxilio en esta misión. Para que la luz no se apague en mi interior es también imprescindible ser asiduo en la oración, que actúa como el oxígeno que me permite respirar en Dios. Todos los días necesito hablar con el Señor, contarle mis alegrías, fracasos, dificultades y miserias. Descansar en Él mis infidelidades, rebeldías y desalientos. Solo Él puede iluminar esos rincones oscuros de mi alma que me impiden caminar y ser portador de su luz.
Este evangelio es una llamada a hacer un alto en el camino y reflexionar, preguntarme que hago yo para allanar el camino del Señor, para llevar un poco de luz a la oscuridad del mundo. Infinidad de personas no pueden ver el amor de Dios porque las luces artificiales del mundo les iluminan una mentira, les presentan un falso decorado en el que Dios no existe, está tapado.
Todas las gracias que he recibido de Dios, su amor y su verdad, me han sido dadas también en función del otro. Por eso debo dar testimonio del amor de Dios en mi vida con obras de amor, de renuncia a mí mismo. Esta entrega es el combustible que alimenta continuamente la luz de Jesucristo en el corazón del hombre. Una luz que nació, aparentemente débil, en un pobre pesebre y que en esta Navidad esperamos que se haga presente en nuestra vida, para darnos una alegría y esperanza capaz de contagiar al que esté a nuestro lado.