«En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: “Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer”. Jesús les replicó: “No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer”. Ellos le replicaron: “Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces”. Les dijo: “Traédmelos”. Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños». (Mt 14,13-21)
Cristo, después de mostrar que Él es el verdadero alimento, que su Palabra es Vida, que es Señor del Pentateuco y que en Él se da la doble naturaleza de hombre y Dios en el milagro de los panes y los peces, hoy nos recuerda que la Iglesia está viva porque Cristo está vivo, porque el Espíritu Santo, dador de vida, la alienta y conduce.
Nuevamente nos invita a hacer memoria de Jesucristo, de su acción en nuestras vidas. Porque cuando escuchamos el testimonio de alguna persona que ha pasado por un sufrimiento tremendo, decimos —o al menos pensamos— “yo no sería capaz de pasar por ahí”. Pero pausadamente repasamos nuestra vida y reconocemos que en el sufrimiento es donde nos encontramos con Cristo. Recordamos aquella ocasión de enfermedad, de precariedad, de muerte que creíamos que acabaría con nosotros, clamamos al Señor y nos ayudó. Entonces este Evangelio se cumple en nuestras vidas; el agua, signo de la muerte tanto física como del ser; el resucitado que nos llama, pues hemos sido testigos de sus actos y con la poca fe que tenemos iniciamos nuestra marcha hacia Él, pero vienen otros vientos, filosofías que hábil y racionalmente nos hacen dudar ¡y nos hundimos! —al igual que Pedro—, mas Él extiende su mano y nos saca de la muerte. Así, no solo hemos sido testigos de su acción en otras personas, sino que también la experimentamos “vivencialmente”.
Cuántas veces hemos oído decir: “creo en Dios pero no en la Iglesia”. Hoy, que es verdad que hemos caminado sobre las aguas, contestaríamos: “porque creo en Cristo, creo en la Iglesia”. Cristo nos invita a subir a la barca de Pedro , que es su Iglesia , a remar mar adentro , a pasar a la otra orilla, a “ser hebreo” —o sea : el que tiene su vida puesta en la otra orilla. Él siempre se presenta en nuestras madrugadas caminando sobre nuestros miedos y angustias, venciendo a nuestros fantasmas, y nos dice: ¡tranquilizaos, soy Yo!
Juan Manuel Balmes