Dijo Jesús al gentío: «¿A quién compararé esta generación? Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: «Hemos tocado la flauta y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado». Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: «Tiene un demonio». Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores». Pero la sabiduría se ha acreditado por sus obras» (San Mateo 11, 16-19).
COMENTARIO
Este pasaje puede leerse, y a menudo se hace, en clave de insatisfacción. Hay personas que no están contentas ni con una cosa ni con la contraria; ni con la música ni con las endechas, nada les parece bien, incluso piensan o dicen «todo está mal». Permanentemente insatisfechos; a esa generación pertenecemos, esta es una generación de frustrados, aunque se revista de inconformista, desinhibida, equitativa, liberadora y avanzada. Pero esta sentencia se queda en el plano sociológico, psicológico, emocional, filtrada por el relativismo y el subjetivismo.
Pero la contraposición que Jesús quiere resaltar es mucho más profunda; la venida del Bautista asociada a la austeridad y el rigor extremos en que vivía y en contraste a su propia venida, que recoge calificativos como «comilón» y «borracho» que además y como consecuencia o por asimilación, «amigo de publicanos y pecadores». Estamos en las mismas: «Todo está mal», No nos satisfacen ni la ascesis de Juan el Bautista (al que se estigmatiza como que tiene un demonio) ni la condescendencia humana y social de Jesús, que anda con publicanos y pecadores.
Esta vez hablaba «al gentío»; no se reducía su auditorio a los apóstoles, ni a los discípulos o los que le seguían. Habla para todos; al gentío. Su mensaje por tanto, ha de ser conciso y fácil de entender, aunque sea más profundo que la imagen de los niños en la plaza, o la contraposición ente la moral del Bautista y la cercanía que Él ejercitaba.
Parece, en ese contexto, un tanto enigmática la conclusión adversativa: «Pero la sabiduría se ha acreditado por sus obras».
Son las obras que no las palabras – la palabrería -, lo que importa. Jesús emplea el mismo criterio para los hombres (por sus frutos los conoceréis) que para Dios quien se acredita por sus obras.
Será oportuno, como hace la liturgia, recordar a Isaías (Is 48, 18): «¡Si hubieras atendido a mis mandatos, tu dicha habría sido como un rio y tu victoria como las olas del mar!»
Esto nos devuelve a la raíz profunda de nuestra infelicidad. No hay alternativa. Como ha escrito el cardenal Sarah: O Dios o nada. Es inútil insistir frente a los ídolos, que «ni hablan ni salvan». Cuando Yahveh se presenta como el único Dios, está diciendo la verdad más verdadera. Esta generación no está contenta ni con el baile no con la melancolía; no acepta la moral estricta y de nada le aprovecha la condescendencia del Hijo del hombre. La razón es que se ha desentendido de Dios.
Pero Dios, por medio de su Iglesia, no se cansa de insistir en que sus preceptos son los que plenifican la vida, comportan la felicidad y te llevan a Él, plenitud de todo en todos.
El gentío sabe bien que «el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen sin que pronuncien, sin que resuene su voz …» (Sal 18 3-4). Tenemos a la vista sus obras. Ellas acreditan la sabiduría. El hombre no ha fabricado la creación. El Señor es el único Señor. «Escucha, pues, Israel; cuida de practicar lo que te hará feliz y por lo que te multiplicarás, como te ha dicho Yahveh, el Dios de tus padres, en la tierra que mana leche y miel». (Dt. 6 3)
Esta generación es desdichada, como ha avisado la inmutable palabra de Dios, porque no se ha cuidado de «practicar lo que te hará feliz».
El gran éxito del diablo, el «divididor» ha sido convencer al gentío de una gran disociación: tu desdicha nada tiene que ver con los mandatos de Dios. Es más, si los sigues serás aún más infeliz, susurra; porque te privan de tu autonomía, de tu auto realización, de tu preciosa libertad. Como enseñan los «padres de sospecha» sus secuaces, Dios no es tu libertador sino tu opresor. Por eso hay que – como dijo Nietzsche – «romper las tablas».
Pero resulta que la modernidad y la llamada posmodernidad, efectivamente las ha roto y se ha desentendido de Dios, pero vive triste y desconcertada, y no es capaz de correlacionar su infelicidad con el alejamiento de los preceptos que lo harían feliz. Esta generación, ciertamente esta insatisfecha, pero busca afanosamente en los ídolos lo que estos no le pueden dar. La solución es reconocerse «publicanos y pecadores», a los que ha venido a rescatar el Hijo del hombre y a los que efectivamente considera sus «amigos».