«En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’. Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas»». (Lc 13,1-9)
Los sucesos predominan en los noticiarios de televisión: mujeres asesinadas por violencia machista, hijos asesinados por sus padres para hacer daño al cónyuge u otros extraños motivos, jóvenes muertos en accidentes de tráfico tras una noche de baile, alcohol y pastillas, suicidios de adolescentes acosados a través de Internet. Socialmente se defiende el aborto como algo “sagrado” (el “progreso” nos regresa a las religiones paganas primitivas en las que era sagrado sacrificar inocentes a los dioses); la institución familiar está en quiebra (en 2012 se rompieron 110.764 parejas, entre nulidades, separaciones y divorcios, la cifra más alta desde 2008), y los padres separados se disputan los hijos como si se estuvieran repartiendo los muebles. Se sigue insistiendo en las clonaciones humanas y en la fertilización artificial (16 embriones mueren de media por cada nacimiento vivo logrado por asistencia médica a la procreación), etc.
Y nosotros, desde nuestra auto complacencia, pensamos: ¡Vaya sociedad! ¡Señor, a dónde iremos a parar! Pero el Señor nos advierte: Pues vosotros, si no os convertís, acabaréis de la misma manera. ¡Pero cómo es posible que el Señor nos diga estas cosas a nosotros, que estamos aquí dando la talla, cumpliendo los preceptos! Y es que nos creemos que solo se trata de eso, de cumplir mínimamente con los preceptos. Según encuestas (que como muy bien aclara Javier Alonso Sandoica en un tweet no se hacen en nombre de la Iglesia) hay jóvenes que se consideran católicos practicantes por acudir a misa una vez al mes, e incluso menos — ni los mínimos— . Del treinta por ciento de jóvenes que se consideran practicantes, solo uno de cada diez considera que la Iglesia tiene ideas válidas para su vida. ¿Y aún nos preguntamos por qué el Señor nos amonesta?
Y para dejarnos las cosas más claras nos cuenta una parábola sobre una higuera que no da fruto. La Iglesia en Europa es una extensa tierra — al menos eso indica el número de bautizados— llena de higueras que no dan fruto. Pero el Señor, como verdadero profeta, no desvela el futuro como algo determinado por el destino, sino que anuncia lo que puede pasar si no hay una conversión. No quiere darlo todo por perdido y pide un tiempo más para hacer nuevos trabajos de saneamiento y abono. Suscita nuevos carismas para llamar a conversión a los que nos conformamos con los mínimos y a los que nos acomodamos durante el camino de conversión. Los cumplimientos sin humildad ni caridad nos abocan a la secularización total; si no nos convertimos, nos arrancarán hasta las raíces y todos pereceremos de la misma manera, absorbidos por el ambiente relativista.
La parábola no solo nos invita a una conversión personal, sino a imitar la actitud del Señor, es decir, a practicar la paciencia con los demás y a no perder la esperanza de su conversión, “insistiendo a tiempo y a destiempo”. No nos pide el Señor algo imposible y extraño; ¿acaso no es eso lo que de forma natural nos nace a los padres hacer? Especialmente con los hijos adolescentes…, cuántas veces lo daríamos todo por perdido, sin embargo, nos queda la esperanza de que es cuestión de tiempo y de aplicar las medidas adecuadas; ensayamos una cosa, probamos con otra, esperando que por fin la madurez dé el fruto esperado. Nos mueve a ello el amor.
Miquel Estellés Barat