F rente a la actual situación de crisis económica, que tiende a presentar un panorama apocalíptico y desesperanzador para todos aquellos que pierden su trabajo, me parece oportuno hacer un análisis del mensaje de Cristo, tan vigente y nada ajeno a esta realidad. Ciertamente no se pretende en ningún momento menospreciar el sufrimiento que ello supone ni la necesaria reforma social para solucionar el problema. Esta desesperanza nace de una visión del trabajo impregnada del hedonismo y secularismo imperante en nuestra sociedad. Así pues, el trabajo se considera como un medio para la propia construcción personal, como algo que nos satisface y nos realiza, o simplemente como algo inevitable y molesto que se soporta sólo porque es útil para conseguir el dinero necesario para “vivir”. En el primer caso subyace un toque de autosuficiencia, de convencimiento pleno en que debemos resolver por nosotros mismos nuestra subsistencia, ya que Dios no interviene en temas materiales. En el segundo queda manifiesta una “resignación” derivada de la asociación del trabajo a un castigo divino y la identificación del ocio como una propiedad valiosa, pero sólo alcanzable gracias a los recursos obtenidos por nuestro trabajo. En cualquier caso, en ambas visiones hay una soberbia, que está —como veremos más adelante— en la raíz de todo pecado. Se contempla, pues, un alejamiento del diseño divino para el hombre, una consideración de que nuestra vida es sólo “nuestra” y, por consiguiente, el trabajo es algo que o nos ayuda a construirla por nosotros mismos o nos impide realizarla. Como consecuencia de esta concepción materialista, la falta de trabajo hace evidente nuestra debilidad y la incapacidad que tenemos de darnos la “vida”, abriendo la puerta al acusador, el demonio, que como siempre trata de hacernos presente un mundo absurdo e injusto del que Dios se ha olvidado. En contra de la pertinaz cantinela del mundo, que continuamente niega a Dios, unas veces de forma explícita, otras sólo por los hechos, puedo decir como cristiano que vive actualmente en sus propios hijos esta experiencia y después de haber estado desempleado durante 22 meses, con cuatro hijos y un subsidio mínimo que no cubría ni el coste de alquiler de la vivienda, que esta situación resultó ser para mí una muestra evidente de cómo el Señor no abandona a sus hijos. Esta vivencia me ha permitido vivir un período de crecimiento personal y maduración en la fe, que hace siempre presente en mi historia el amor de Dios. Con lo cual, al margen del sufrimiento que toda cruz implica, tengo la certeza de que el amor de Dios supera todos nuestros criterios, por lo que debemos desterrar la desesperanza. Desde esta posición he pretendido reflexionar sobre el concepto del trabajo a la luz de la Escritura,1 llevándome a descubrir grandes sorpresas. La primera sorpresa al profundizar en lo que la palabra de Dios nos dice acerca del trabajo ha sido que, en contra del criterio manejado habitualmente por el que se presenta al trabajo como castigo divino fruto del pecado, éste es, ya desde la creación, uno de los dones iniciales de Dios al hombre al colocarlo en el paraíso terrenal: “Tomó, pues, Yahvéh Dios al hombre y le dejo en el jardín del Edén, para que lo labrase y cuidase” (Gn 2, 15). Esto hace presente ya una realidad: el trabajo del hombre forma parte de su propia esencia, es la imagen en él del trabajo creador de Dios. Es, por tanto, una forma de hacer su voluntad, como recoge el Eclesiástico respecto a los diferentes tipos de trabajo manual que iguala al de los sabios: “No demuestran instrucción ni juicio, ni se les encuentra entre los que dicen máximas. Pero aseguran la creación eterna, el objeto de su oración son los trabajos de su oficio” (Si 38, 34). Esto plantea también y de forma clara la importancia del trabajo bien hecho, la relevancia de la belleza en las obras de arte, tan lejana de la tendencia actual, como indica la propia Escritura en 1R 7,1-12 y en el texto “Las obras bien hechas y las buenas obras”.2 Siendo, pues, parte fundamental de nuestro propio ser, el trabajo no puede escapar a las consecuencias del pecado. Por ello, y como ocurre en todos los ámbitos de la vida del hombre, el acusador oculta a éste el plan divino, presentándolo como una limitación a su existencia, tal y como lo hace en el paraíso sobre el árbol del bien y del mal. A partir de aquí el trabajo no sólo es agotador, sino que se convierte en uno de los ámbitos donde el pecado despliega de forma más clara su poder (afán de riquezas, violencia, arbitrariedad, obreros privados de su salario, esclavitud, pereza, abuso impositivo…), matices todos ellos que aparecen en diversa partes del Antiguo Testamento (Jr 22,13; Am 5,11; 1R 5,27). El trabajo deriva hacia la única idolatría: el amor al dinero, el gran ídolo de nuestra sociedad que cierra la puerta al amor a Dios: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13), nos recuerda el Evangelio. testimoniar el Evangelio en las labores cotidianas Es obvio que la providencia de Dios no puede ser ajena a este sufrimiento, razón por la cual ya la ley y la sabiduría colocan el trabajo en su lugar. Por ejemplo, estable ciertos límites, condenando la pereza: “Tiene hambre el perezoso, mas no se cumple su deseo; el deseo de los diligentes queda satisfecho” (Pr 13,4); consagra el día de reposo (Ex 20,10ss) o protege al esclavo y al asalariado de los abusos (Dt 24,14s). La iluminación de Cristo en la Historia profundiza en esta “restauración” del valor inicial del trabajo: por un lado, lo asocia a la salvación: “Obrad no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna” (Jn 6,27); por otro, al introducir en el mundo el misterio de la Cruz, Cristo da a todo el sufrimiento del hombre, incluido el derivado por su trabajo o por la falta de él, una dimensión salvadora que lo convierte en puerta estrecha hacia la vida eterna. Desde esta iluminación de la gracia de Jesucristo la Iglesia debe no sólo socorrer y amparar a los que sufren, sino —principalmente— anunciar esta buena noticia de la redención. Desprovista de intereses comerciales, políticos o de cualquier otra índole y lejos del afán desmedido de riqueza, la Iglesia ha de presentar al mundo esta nueva creación en la que “el lobo y el cordero pacerán juntos” como profetiza Isaías (65,25), a la luz de la Palabra de Dios y confiada en la gracia de Dios. Es decir, debe esforzarse en lograr una sociedad donde pueda ser posible cambiar sustancialmente las reglas de juego, y en la que las relaciones laborales y la actividad económica tengan una nueva luz, la luz de Cristo.3 Por todo, estoy convencido que no estamos ante un tiempo apocalíptico, sino ante un tiempo de gracia que el Señor pone ante nosotros para nuestra conversión, para que reflexionemos sobre el mundo que estamos construyendo. Un período en el que los que sufren serán consolados, los ricos tienen oportunidad de ejercitar su caridad y todos también encontramos una ocasión única de anunciar al mundo el camino de la Verdad.
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