«Una vez, estando Jesús en un pueblo, se presentó un hombre lleno de lepra; al ver a Jesús cayó rostro a tierra y le suplicó: “Señor, si quieres puedes limpiarme”. Y Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. Y en seguida le dejó la lepra. Jesús le recomendó que no lo dijera a nadie, y añadió: “Ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés para que les conste”. Se hablaba de él cada vez más, y acudía mucha gente a oírle y a que los curara de sus enfermedades. Pero él solía retirarse a despoblado para orar». (Lucas 5, 12-16)
La lepra era una enfermedad horrible. El leproso quedaba excluido de la comunión con el pueblo, y debía caminar con el grito de «¡Impuro, impuro!», de forma que se le reconociera desde lejos y no se acercaran a él (Lv 13,45). Los rabinos lo consideraban como si estuviera muerto y que su curación era tan dudosa como una resurrección. Y, sin embargo, este leproso se acercó a Jesús en actitud de súplica diciendo: “…si quieres puedes limpiarme…” Se acercó humildemente a Cristo y le clamó, con la certeza de que tenía poder para salvarlo. Nos encontramos, por tanto, ante un hombre humilde y que muestra toda su confianza en el poder de Jesús.
Estamos ante una gran lección para nuestra vida. A veces tenemos problemas, graves enfermedades, sufrimientos… la cruz, en suma. Nuestra vida se tambalea y podemos llegar a perder el norte, nos desorientamos. También nuestros pecados nos hacen sufrir, nuestra incapacidad para amar al otro, nuestra debilidad… Muchas personas, incluso creyentes, ante el sufrimiento experimentan la duda y a veces surge la crisis de fe. Pero la Iglesia, que es madre y nos ama, recuerda que no hay vida sin cruz, que no hay fe sin prueba. Lo que hace falta es fundamentalmente acercarse al Señor con esa confianza de niño pequeño: Tú me amas, Jesús. ¡Ayúdame a aceptar mi historia, haz gloriosa esta cruz que parece me aplasta como una losa; ayúdame a no dudar de tu amor. Límpiame de mis pecados. Muéstrame tu infinita misericordia…!
Y Jesús, extendiendo su mano, le tocó y dijo: “Quiero, queda limpio” ¿Es así de sencillo? Desde luego si Cristo tiene poder para sanar de una enfermedad tan espantosa como era la lepra, ¿por qué no va a tener poder para curarnos de lo que nos oprime, para limpiarnos de nuestros pecados? Este milagro es una hermosa lección de la necesidad de confiar en Cristo y en su bondad, lo cual no significa que el sufrimiento tenga que desaparecer de nuestra vida. El verdadero milagro es aceptar la cruz y seguir caminando, fiado del Señor y de su promesa de que puede regenerar totalmente nuestra vida, que puede introducirnos en una verdadera conversión e iniciar una nueva vida.
Jesús no quiere “propaganda” y desea evitar que se divulgue el milagro que acaba de realizar, pero ordena al leproso que se presente al sacerdote para que certifique la curación. Era muy importante que el sacerdote confirmase la curación para que el enfermo se reincorporara a la comunidad.
La Iglesia nos ofrece esta curación mediante el sacramento de la Penitencia. Pero esta conversión, este verdadero milagro, lo realiza el sacerdote, que es el mismo Cristo. A él acudimos, como el leproso, con confianza y humildad, sabedores de que el Señor nos limpia y nos regenera. Y también su perdón nos reinserta en la comunidad, como personas nuevas.
El final de este pasaje evangélico nos dice que Jesús se retiró a orar, a lugares despoblados. Jesús no cesa de orar, y busca la soledad para hacerlo. Es una invitación a que oremos. La oración es la actividad más importante que podemos realizar cada día. No hay vida interior sin oración y no hay apostolado sin oración. ¡Nos cuenta tanto dedicar un tiempo a la oración! Tenemos pereza de hablar con nuestro Padre, de clamarle, de contarle nuestras preocupaciones, de presentarle nuestros proyectos… Y, sin embargo, resulta esencial para nuestra vida y para nuestra actividad cotidiana.
Juan Sánchez Sánchez