En aquel tiempo, se acercó a Jesús un hombre que, de rodillas, le dijo: «Señor, ten compasión de mi hijo que es lunático y sufre mucho: muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos, y no han sido capaces de curarlo». Jesús tomó la palabra y dijo: «¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros, hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo».
Jesús increpó al demonio, y salió; en aquel momento se curó el niño.
Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?» Les contestó: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible». (Mateo 17, 14-20)
Somos incapaces de entender el orden y la intimidad de Dios y por eso el Evangelio nos muestra hoy ese monumental e hiriente enfado de Jesús: “¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros, hasta cuando tendré que soportaros? ”. Parece que Jesús ha perdido su santa paciencia y se deja llevar del sentimiento dejando escapar esos comentarios tan duros. A nosotros nos choca mucho esta reacción, la verdad. No nos parece que sea para tanto…
Un hombre busca a Jesús para que cure a su hijo con un problema muy grave. Ya lo ha intentado antes con sus discípulos pero como no han podido curarle busca al “jefe” del equipo directamente. Como cuando no somos capaces de resolver un asunto y preguntamos con exigencias por el encargado del local, esperando que ese si sepa y pueda. Pero la escena no es exactamente así. Ese hombre se planta ante Jesús con una actitud muy humilde, nada exigente: “..de rodillas… ten compasión de mi hijo… sufre mucho…”. Pide ayuda por compasión, con humildad y no para él, sino para su hijo. Antes, ha seguido con docilidad el conducto reglamentario, el de acudir al inferior, pero decide saltarse el orden por el bien de su hijo, porque quiere su curación y tiene fe en Jesús. Es una escena de puro amor, de búsqueda sincera y ardua del bien para el otro que sufre, es una escena de Dios… Jesús se “desespera”, no por ese hombre, sino por sus discípulos, por aquellos en los que ha puesto su confianza, los que se supone que le siguen entonces y los que se supone que le seguimos ahora; porque no ve que la fuerza de Dios se traduzca en obras de Bien en ellos ni en nosotros y ve al abismo que sigue separando al hombre y a Dios, la incapacidad que tenemos para hacer el bien que Dios siempre quiere hacer, pero con nuestras manos.
Jesús resuelve el problema en un santiamén. “Traédmelo… Increpó al demonio y salio. En aquel momento se curó el niño”. Así de simple es para Jesús lo que para sus discípulos había sido imposible. Por eso luego, avergonzados y confundidos le preguntan el porque de su impotencia.
Me recuerda mucho esta escena a la de un joven médico que tras tirarse varias horas con el caso de un paciente al que tras interrogar, explorar y hacer pruebas; no consigue hacer el diagnóstico ni por supuesto dar con el tratamiento adecuado. Llega su jefe, un médico con más canas y experiencia, para ver como lleva el caso que le ha encomendado y le dice ¿has mirado esto…? El joven médico se le queda mirando con cara de lelo y reconoce, “¡pues…. no he caido en ese detalle!” Y en “ese detalle” está el diagnóstico y la curación del paciente. También ese médico con canas hace siempre hace algún comentario de fastidio hacia su inexperto ayudante, es verdad. Una escena como esta podría relatarse igual en un despacho de abogados o en un taller de mecánicos o en cualquier sitio en el que haya sabios y menos sabios.
Cuando en la vida se nos presentan escenas de conflicto, de sufrimiento, de dolor, como la del Evangelio ¿Qué hacemos? ¿Lo que los discípulos?: marear la perdiz, no buscar donde se debe, increpar a todo y todos menos al verdadero mal, actuar con miedo o con complejos, andar distraídos sin ver lo que de verdad tenemos delante, no saber discernir lo principal de lo secundario…
Y ¿que hace Jesús?: ir a donde está el mal y arrancarlo con la firmeza del Bien. Esa es la fe, el sincero convencimiento de la primacía del bien sobre el mal, del amor de Dios sobre el desorden y el pecado. Jesús increpó al demonio y salió. Nosotros ¿A quien increpamos?
La mayoría de los problemas que padecemos son enfermedades del alma, son problemas de falta de amor y de falta de fidelidad al Señor. Son consecuencia de nuestros pecados. Todo lo demás no es tan importante, por mucho que nosotros lo creamos.
Nos faltan agallas para decir y sobre todo decirnos: Tu problema de vida, tu sufrimiento, es una falta de fe. No vivimos en Dios. Ese es el grano de mostaza al que se refiere Jesús, lo aparentemente enano pero que es la clave de todo. Hay que traer a Jesús nuestros problemas, como el enfermo del Evangelio: “traédmelo”. Hay que poner delante de Jesús nuestro sufrimiento y el de los demás, nuestro conflicto, el que nos hace caer y dar tumbos en la vida, como el lunático del Evangelio, para descubrir que la causa mas profunda de el es la ausencia de trascendencia, de espíritu y del mismo Dios.
No se refiere el Señor a que con nuestras palabras y nuestros gestos técnicos vayamos a resolver todo el sufrimiento de la humanidad. Se refiere a que siempre que estemos ante el mal, lo que tenemos que hacer es poner el Bien, sin miedo, con valentía, sin complejos.
Por eso Jesús se desespera ante tanta mediocridad y confusión. Sus discípulos no han podido hacer el bien que se esperaba. Cuantas veces fallamos al Señor, los que tendríamos que haber hecho un bien en su nombre y no lo logramos por falta de fe, no de capacidad. Por no hacer las cosas poniendo los sentidos en lo trascendente y preocupándonos sólo de lo técnico. No tenemos fe cuando sólo pensamos en resolver el sufrimiento pensando en detalles materiales y dejando de lado la mano de Dios que es quien realmente resuelve siempre todo y arranca el mal de raíz. Donde está Dios en su plenitud, no puede haber mal alguno. A eso se refiere Jesús con su fe como un grano de mostaza. No es mucha ni poca fe, es tenerla o no tenerla. Creer que Dios es Dios y no una mera herramienta.