«En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. ¿Por qué me llamáis «Señor, Señor», y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mi, escucha mis palabras y las pone por obra, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó y quedó hecha una gran ruina». (Lc 6,43-49)
Preciosa esta catequesis de Jesús. Multitud de riachuelos brotan de ella; no hay duda, el Evangelio del Hijo es el Manantial de Aguas del Padre. Así fue como llamó Jeremías a Dios (Jr 2,13). De entre tantas fuentes abiertas me apetece beber de esta: ¿por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo? Se supone que alguien que considera a otro su señor, al menos respetará lo que le dice al margen de que después cumpla lo que le ha mandado con mayor o menor dedicación y acierto.
El problema que nos plantea Jesús es mucho más grave. No hablamos de un señor, sino del Señor Dios nuestro, cuyas palabras, su Evangelio, no parece que sea tan importante como para tenerlo en cuenta del todo. Hay quien cree que cumpliendo con Dios a base de rezos establecidos ya le hemos honrado y adorado como ¡el Señor! Pues no, porque toda oración-adoración a Dios debe llevar la marca distintiva de “en espíritu y verdad” (Jn 4,24).
¿Cómo rezar en espíritu y verdad…?, pues desde el seno de la Palabra. Porque esta sabe a Dios; nos mueve dulcemente, primero, a guardarla como el Tesoro, y después gradualmente a cumplirla. Entonces sí, ya podremos llamar a Jesús Señor, Señor. Su Palabra grabada en el alma es la que clama y grita: ¡Señor!
Antonio Pavía