El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que busca su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará. (Mt 10,37ss)
El tiempo nos somete, nos hace claudicar de las bondades arcanas; lo enaltecemos y lo sublimamos para intentar acotarlo, para abrigarlo bajo nuestro control. ¿Qué hay mejor que disponer de tiempo…? ¡Si yo tuviera tiempo…! —decimos a menudo—. Pero tiempo, ¿para qué? ¿Para dedicarlo a nosotros, a lo que hemos ansiado siempre, a mirarnos a nosotros mismos mañana, tarde y noche? O tal vez a dedicarlo a seguir produciendo, porque creemos que la muerte está aún muy lejana… Pero el tiempo, el implacable, se nos escapa, se nos diluye entre los afanes y las fantasías, como regato de lluvia, como la bruma de la altivez. Y después de cualquier tiempo entregado a nuestras ansias, solo queda la frustración.
No es el tiempo de Marta, es el de María sentada a los pies de Jesús, solo para mirarle, solo para escucharle…, como si todo se hubiera detenido sin un menester.
Fray Ubaldo, por amor a Cristo, lleva cuarenta años de clausura dedicado a rezar por el mundo, sin descanso, sin tiempo para él; se ha marchitado en una celda orando a Dios por los demás en anónima y callada mansedumbre.
Sor Águeda, por amor a Cristo, lleva cuarenta años en un psiquiátrico regalando su tiempo, su total entrega a orates y perturbados que no tienen ni la capacidad de darse cuenta ni de agradecer su desinteresada donación.
Ángel, por amor a Cristo, lleva cuarenta años en Kenia y Tanzania dedicando todo su tiempo a mostrar el amor de Dios a hombres, mujeres y niños que no lo conocen. Ha entregado todo su tiempo en llevar la esperanza donde solo hay sufrimiento.
María Rosa, por amor a Cristo, va a hacer cuarenta años que pasa todas las noches con enfermos terminales, velándolos, atendiéndolos y curándolos, para que en su angustia y dolor puedan experimentar el amor de Dios.
Roberto, por amor a Cristo, ha estado en su oficina durante cuarenta años, haciendo el trabajo que no quería nadie; día tras día, sin quejarse, sin maldecir, siendo la irrisión de sus compañeros.
Todo por amor a Cristo. Tal vez es este el tiempo que perdura, el escatológico, el que muere a sí mismo y brota entre la sangre y el dolor con la esperanza de un cielo nuevo y una tierra nueva.
“Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de salvación”.
Jorge Santana