En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron a encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A medianoche se oyó una voz: «¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!»
Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: «Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.” Pero las prudentes contestaron: «Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis». Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta.
Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: «Señor, señor, ábrenos.» Pero él respondió: «En verdad os digo qu no os conozco.» Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora». (Mateo 25, 1-13)
Esta parábola se entiende por completo cuando se lee su final: “velad, porque no sabéis el día ni la hora”
Vamos por esta vida a un ritmo frenético. Nos paramos poco a pensar que tendrá un final y lo más importante, que no sabemos cuando llegará. Ninguna persona puede asegurarse ni un minuto de su existencia. Asumimos que mañana estaremos de nuevo en nuestro trabajo, como lo hemos estado hoy y que iremos al viaje previsto el próximo fin de semana y que volveremos a la playa el próximo año en agosto y muchas cosas así. Si pensasemos que mañana podríamos no estar aquí, nos entraría una angustia insoportable, humanamente muy comprensible pero sabiendo que es una posibilidad desgarradoramente veraz. No sabemos el día ni la hora de nuestro fin en esta vida terrena. Vivimos a golpe de probabilidades. Lo más probable es que estando lleno de salud, siendo joven, no asumiendo riesgos extraños, en tiempo de paz y sin jugarnos la vida como hacen algunos a diario, podemos hacer planes de futuro con normalidad. Pero cuando un día llegamos al trabajo y nuestro compañero no llega y nos llega una noticia horrible sobre su ausencia que nos amarga ese cotidiano día; o cuando un joven sale de copas una noche y no llega a su casa porque un accidente de tráfico siega su vida y la de sus amigos; o cuando vamos al médico por una pequeña molestia y nos sale con algo muy serio e inesperado para lo que el pronóstico es infausto; en todas esas situaciones vemos que “no sabemos el día ni la hora”. Esa es la verdad más profunda del hombre, su fragilidad más angustiosa, su condición más palpable de criatura limitada y finita puesta en un mundo inabarcable y aparentemente eterno.
Las diez vírgenes representan la diferente actitud frente al destino cierto pero imprevisto, el destino que verdaderamente importa, el que nos pondrá delante del Señor para entrar en ese banquete del Cielo.
Las lámparas sirven para alumbrar caminos, situaciones. Pueden ser de aceite, como en la época de Jesús o de pilas, como sería hoy en nuestra época. “Ponte las pilas…”, expresión adolescente para muchos momentos de la vida en donde necesitamos espabilar porque estamos dormidos o a oscuras.
Jesús nos habla de unas lámparas y de un aceite para que no falte esa luz en la lámpara que alumbra el camino de la vida.
La luz es El mismo, el aceite su palabra, su Iglesia, los sacramentos; especialmente la sagrada comunión, la oración, el hábito en la virtud, la búsqueda de la presencia de Dios en lo cotidiano. Todo eso es aceite para la lámpara o las pilas de hoy.
Si me olvido de comprar pilas, me quedo sin luz en mi lámpara y cuando tengo que iluminar mi camino, no puedo hacerlo, me falta claridad, no entiendo lo que me pasa ni dónde estoy ni porqué me ocurre esto o aquello.
La lámpara con aceite, con pilas nuevas, ilumina mi vida y le da claridad. Si aparece el esposo a media noche, cuando es hora de dormir y cuando nadie se lo espera, yo enciendo mi lámpara con pilas nuevas y aunque tengo sueño y no es la hora ideal que esperaba, salgo al encuentro del Señor, tengo luz para ir a EL, veo su camino, por donde está y entró en el banquete al que me llama.
Si rezo, si comulgo, si vivo en el amor a la Iglesia, en sus sacramentos, la llegada imprevista del Señor, eso que no sabemos cuándo ni cómo será, nos resultará un acto de gozo trascendente, el final al que hemos sido llamados desde el comienzo.
Nadie puede darnos oración, ni comuniones ni esfuerzos personales por perseverar en el amor a Dios, ni Misas. Nadie puede dar lo que por su naturaleza no puede compartirse. O se tiene o no se tiene. No puedo compartir mis ojos ni mi corazón. Por eso las vírgenes prudentes no pueden dar aceite a las necias, todas quedarían a oscuras, es una situación imposible.
Las cosas de Dios son personales e intransferibles. Mi vida, cuando es santa, puede ser un aliciente para otros. Las necias fueron a comprar aceite cuando vieron que lo necesitaban con el ejemplo de las prudentes y entendieron sin rencor que no podían compartirlo. Pero llegaron tarde.
Queremos a veces amar a Dios con prisas, repentinamente, porque me he dado cuenta ahora o porque me conviene en este momento. No suele ser un buen negocio posponer lo de Dios siempre y tratar de arreglarlo al final. Para llegar al banquete del cielo hay que ser prudente y no dejar sus preparativos para el último momento. Hay que cultivar la oración, los sacramentos, la formación religiosa, el combate ascético por vivir la virtud, todo ese aceite, esas pilas bien cargadas son las que nos ayudan a entender lo mejor posible la llegada imprevista del Señor a nuestras vidas o a las de los que más queremos y a recordar que no somos dueños de nada aquí, solo somos administradores de nuestras propias vidas de las que un día daremos cuenta en un gran banquete al que tenemos que llegar a la puerta y ser reconocidos por el esposo.