“Se acercó Pedro y dijo a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?” Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor de arrojó a sus pies, diciéndole: “Dame un plazo y te pagaré todo”. El rey se compadeció, lo dejó ir y, además le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: “Págame lo que me debes”. El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: “Dame un plazo y te pagaré la deuda. Pero él no quiso sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor (San Mateo 18, 21-35).
COMENTARIO
En este pasaje se nos plantea, mejor dicho, Pedro plantea a Jesús un tema fundamental: el perdón. Algo que todos necesitamos en un momento u otro de nuestra vida, o en todos los momentos de nuestra vida. Sin perdón la vida se torna imposible, invivible. Si nuestras culpas, nuestras faltas se fueran acumulando sin que de vez en cuando haya borrón y cuenta nueva, sin mucho tardar nuestro horizonte quedaría bloqueado, nuestra culpa como dice Caín, se tornaría “demasiado grande para soportarla” (Gen 4,13).
Pero el tema implícito es: ¿Podemos perdonar?
El perdón, don perfecto, don absoluto y liberador, es propio de Dios. Dios como creador tiene el poder de rehacer, de recrear al culpable. Sólo Dios tiene ese poder.
Pedro plantea a Jesús el perdón como un deber: “tengo que perdonar”. Estoy obligado a perdonar. Por eso si es un deber tiene que tener un límite. “¿Hasta siete veces”? Siete veces ya es una cifra en cierto modo ilimitada, perfecta.
Jesús lo remacha muy al estilo oriental: setenta veces siete. Es decir: siempre. Ya estaba establecido en la Escritura: “Si tu hermano peca contra ti y te dice: lo siento, le perdonarás”. En realidad no se trata de un precepto menor, de relleno. Se trata de algo decisivo, sustancial, de cómo nos trata Dios a nosotros. La comparación que sigue de los diez mil talentos lo ilustra sin lugar a dudas. Esa cantidad no la ha visto nadie junta. Como cuando leemos las cifras de Ministerio de Hacienda: miles de millones. Muchos ceros. Y lo que nos indica Jesús es que cien denarios en comparación de diez mil talentos, es calderilla. Lo que los demás nos deban frente a lo que Dios nos ha perdonado es calderilla. Por ello, el perdón es cosa de Dios. Si queremos perdonar para ser perdonados como pedimos en el Padrenuestro, hemos de pedírselo a Dios, que nos lo dará sin duda y nos lo facilitará cuando nos paremos a pensar lo que él nos ha perdonado.
Así se entiende que el Rey en cuestión llama al empleado “malvado” por no haber perdonado a su compañero la calderilla cuando había sido perdonado en los talentos.
Quizá el problema reside en que el servidor no se creyó de veras el perdón de su Señor, de ahí que ahora le entregue a los carceleros. Si de veras se hubiera creído el perdón, lo normal es que al encontrarse al compañero le hubiera dicho: olvida los denarios, vamos a tomarnos unos tragos, que me han perdonado diez mil talentos. Eso sí que es un perdón regio.