No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos. Porque os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.”(MT 5, 17-20)
La justicia de Jesús es exigente porque apunta más alto que la de los escribas y fariseos y porque entrega mucho más como premio. La armonía que produce su justicia de comunión, no de tolerancia y cumplimiento, es muchísimo más estable, apasionada, completa y libre. La justicia de la Ley mira hacia fuera, al resultado conductual de hacer o no hacer lo que decían sus intérpretes indiscutibles. La justicia de Jesús lo que hace es promover, cuidar, restablecer o encauzar la relación entre las personas. La trayectoria de su cauce es en sentido contrario a la antigua ley. Nace desde dentro de la persona y marcha hacia fuera, donde se funde con el mar de los hombres, hermanos o enemigos, en la comunión plena que es el Reino de los Cielos. Por eso es plena y eterna, –a-ionios dice el griego–, sin iones o circunstancias que la modifiquen, sin fin de tiempo o espacio, porque es sencillamente el amor, el estilo de proclamar su propuesta, pura positividad.
Los hombres quisiéramos siempre abolir lo que no nos gusta, lo que nos ata, lo que pone en evidencia nuestro mal comportamiento, es decir la ley de preceptos que siempre empiezan por un «no». «No comas, no bebas, no toques no mires….», lo que tenemos que impedir o no tenemos que hacer, lo que debemos o no creer y sentir, y a veces, lo que no se puede ni pensar siquiera. Pero en realidad Jesús sentado como Maestro en la montaña no dijo eso. Su sermón es positividad hasta la plenitud. No vino a abolir, ni terminar de quebrar la caña cascada, sino a proponer tal calidad de vida que con solo asomarse a ella uno se convierte en luz y sal de la tierra. Es la plenitud o armonía del hombre que quiera caminar el camino del amor. El verbo griego pleroo que usa Mateo aquí (plerosai), cuya acción es la plenitud, es por eso pura esencia de nuestro carácter cristiano, porque es la perfección humana de llegar a ser como el Padre del cielo. Juan dirá que esa «plenitud» la recibimos gracia tras gracia del mismo Jesucristo (Jn 1,16), «jaris anti járitos», gracia para estar ante su gracia, su nuevo ser identificado por su «pleroma«. El genoma humano identifica nuestra raza en la carne, pero el pleroma, la plenitud de Cristo, identifica nuestro ser cristiano. Es el sello de nuestra identidad que nos hará «entrar el el reino de los cielos», porque en realidad es su propia esencia hecha carne en nosotros. Es de su propia «plenitud» de Hijo, de la que recibimos la gracia sobre gracia.
Si Mateo nos habla hoy de cómo entrar en el Reino de los Cielos y cómo es imposible entrar allí, en realidad está resumiendo el contexto de todo el sermón de la montaña que es la novedad de su mandamiento del amor, la plenitud del hombre. No es un mandamiento-precepto, sino más bien un mandato o envío, un regalo para que podamos ser como Él y el Padre son. Es un regalo que nos hace descubrir cómo en todas las circunstancias, incluyendo la ley, podemos llegar a amar. Es el Espíritu Santo.