«En aquel tiempo, los discípulos se pusieron a discutir quién era el más importante. Jesús, adivinando lo que pensaban, cogió de la mano a un niño, lo puso a su lado y les dijo: “El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mi; y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado. El más pequeño de vosotros es el más importante. Juan tomó la palabra y dijo: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y, como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir”. Jesús le respondió: “No se lo impidáis; el que no está contra vosotros está a favor vuestro”». (Lc 9,46-50)
Estamos tan vacunados, tan advertidos por siglos de sermones, tan refinados en nuestros modales, que a nadie se le ocurre pedir abiertamente el primer puesto en ningún sitio. Sin embargo, nos aflora el mismo ánimo egocéntrico, o ególatra, bajo formas más sutiles y presentables en sociedad. La más insidiosa tal vez sea esa: ¿Pero aquí quién manda? Porque todos somos axiomáticamente iguales —todos pecadores, decimos— pero razonamos que es indispensable un mínimo de orden, de organización, de responsabilidad. “No es que uno pretenda encabezar algo o ser privilegiado en nada, pero alguien tiene que gobernar esto”, musitamos en infinidad de ocasiones. Solo un prepotente o un insensato reivindica el primer puesto, pero de hecho, indirectamente, lo reclamamos todos, bajo pretextos y argumentos bien elaborados (incluido el munus regendi).
Los pares dialécticos son muchos en orden a ser «el primero» o «el mayor» o «el más grande» o «el más importante». El marido o la mujer. Los padres o los hijos. Los pobres o los ricos. Las mayorías o las minorías. Los educandos o los docentes. Los administrados o las autoridades públicas. Los trabajadores o los empresarios. Las mujeres o los varones… Pero lo que a nosotros nos concierne más directamente son otros dilemas personales, aunque todos seamos herederos de las Actas de Supremacía; ¿Manda el Papa o manda el Rey? Anglicanismo, galicismo, josefinismo, nacionalismos religiosos, etc.
Nos apremian otras disyuntivas más inmediatas. ¡A ver! ¿Quién manda aquí? Los laicos o los clérigos, el obispo o el superior religioso, Roma o nosotros. Reverdece siempre el ¿Pero aquí quién manda?; el párroco o los catequistas, el confesor o mi conciencia, el sensus fidei o la Congregación para la Doctrina de la Fe, el consejo pastoral o el cura…
Es asombrosa —y al tiempo muy reconfortante— nuestra capacidad para no entender nada. Jesús estremecido anuncia que «el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9 44) y los discípulos ni lo escuchan, ellos a lo suyo: quién de ellos sería» el más importante» (Lc 9 46).
Nos llamamos cristianos, hermanos iguales, pero lo cierto es que nuestra vida está llena de primeros o de prioridades: Primados, Priores, Primus inter pares, Príncipes, Principales, Privilegios, Preeminencias, Precedencias, Preferencias, Prerrogativas, y una interminable gama de dignidades, escalas jerárquicas y títulos que nos devuelven la respuesta que esperamos: el más importante soy yo. (No lo decimos, pero lo pensamos).
Lo bueno es que Jesús conoce nuestros pensamientos. Su respuesta consiste en poner de su mano a un niño en medio de nosotros e identificarse con él; «el que acoge a este niño en mi nombre, me acoge a mí». No hay argumento provida más fuerte que este. Ni mejor icono de la vulnerabilidad y de la indefensión.
Lo curioso es que el Señor Jesús no cuestiona el ansia de ser el primero, lo que hace es canalizar esa propensión; si de veras quieres ser el primero sé el último, el servidor de todos. Como Él, que acaba de anunciar su total inmolación. «Porque el más pequeño de entre todos vosotros, ese es el mayor». Esta subversión «cristiana» no es una exagerada paradoja psicológica ni es el canto de los perdedores, es la Verdad.
La segunda parte del evangelio de hoy parece inconexa, como desentendida del asunto de la primacía. Pero no. El apóstol Juan advierte un hecho asombroso: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y, como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir”. Jesús los tranquiliza: «El que no está contra vosotros está a favor vuestro”. El asunto no es subjetivo, es objetivo; no hay que reparar en «quién» hace las cosas sino en «qué» hace cada cual, en lo que material y efectivamente propugna y realiza cada uno. Es mucho más que una invitación a la unidad de los cristianos, al diálogo inter religioso o a la cooperación de los «hombres de buena voluntad»; todo el que se enfrenta al demonio está «a favor vuestro».
Quizá convenga recordar que los Papas han empleado asiduamente el título mediante el que se ha reunificado las dos partes de esta lectura del Evangelio de San Lucas. Los Romanos Pontífices vienen desarrollando y asumido el papel y apelativo de «siervo de los siervos del Señor». En una sola expresión han fundido su voluntad de ser los más pequeños y, simultáneamente, de admitir que otro pueda expulsar demonios en nombre de Jesús.
“No se lo impidáis”, dice el Señor. No os irroguéis la exclusiva en el combate contra el enemigo. Y por tanto elegid el último lugar, haceos el más pequeño, servid a todos. No se trata de mandar sino de servir.
Francisco Jiménez Ambel