«Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres? Esto lo dijo, no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa llevaba lo que iban echando. Jesús dijo: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”. Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron, no slo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús». (Jn 12,1-11)
Este episodio nos relata la oración mística de María, la hermana de Lázaro. Marta servía. ¿Quién no lo haría estando Jesús en la casa? Se entregaba amorosamente al bienestar físico de Jesús conforme a la ley de la hospitalidad. ¡Bendita sea! ¡Y cuántos hubiéramos querido estar en su lugar! Y María rezaba. Sabía que eran los últimos días de Jesús entre nosotros, como uno más. Y estaba en oración. Oyó las voces de los que se sentaban a la mesa, y no lo dudó. Tomó lo mejor que tenía en la casa, “un perfume de nardo auténtico y costoso”, y lo vertió en los pies de Jesús cansados del camino, los mismos pies que en poco tiempo serán taladrados por los clavos para sujetarlo a la cruz. Luego, no se lo permitirían hacer, y ella, realiza así el primer acto de adoración al Jesús crucificado. Está de rodillas ante él, y ya lo adivina traspasado, no hay margen para la espera, aquel amor santo y casi eucarístico, se desborda en lágrimas de contrición emocionada, y no repara en nada, es un éxtasis de dolor y de misericordia, de compasión pura hacia el que será crucificado.
“Y la casa se llenó de la fragancia del perfume”. Es un olor de cielo, que unge el cuerpo preparado para la muerte desde todos los siglos, en el sacrificio cruento de la entrega del Hijo, por amor y obediencia al Padre, escándalo para el mundo que lo maldecirá en la cruz. Y María, embriagada del amor a Jesús, no quiere irse de donde está, y postrada ante el Maestro, saborea el instante con un gozo infinito, vive la historia soñada por todas las vírgenes consagradas que serán en el mundo, y con sus cabellos, temblando de piedad, enjuga aquellos pies amados, los mismos que desollarán la aristas de las piedras, camino del Calvario.
Ahora, que llegue Getsemaní. María, con su gesto de abandono místico, se anticipa a la adoración eucarística del cuerpo de Cristo, lo tiene entre sus manos, lo unge con perfume, los riega con sus lágrimas, lo enjuga con sus cabellos, todos sus actos son una plegaria de amor. La Redención del hombre ya ha comenzado.
Se alzan voces de asombro en la sala del convite. Judas protesta por aquel despilfarro, es la misma voz de los que ahora claman por la riqueza del culto en las iglesias, que tantas puntadas piadosas ha bordado con hilos de oro y plata, en las túnicas de los nazarenos y dolorosas que nos emocionan en los pasos procesionales de la Semana Santa.
Y seguiremos escuchando la voz de Jesús que reprende a Judas, mientras recibe agradecido todo el amor que le prodiga la hermana de Lázaro, “porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mi no siempre me tenéis”.
Horacio Vázquez