Del 19 al 16 de mayo de este año, ocho mil jóvenes peregrinaron a Israel para acompañar el Papa en su viaje a Tierra Santa. Han sido numerosísimas las experiencias que han vivido estos hicos y chicas de toda Europa e impresionante el impacto espiritual que les ha causado la peregrinación al país donde nació, vivió, murió y resucitó Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios. Buenanueva recoge uno entre tantos testimonios y publica aquí un extracto de una joven, de 26 años, casada y con una niña de poco más de una año. Cuando este número de la revista esté en la calle, el matrimonio y la niña habrán salido ya hacia Taiwán como familia misionera a anunciar el Evangelio.
Cuando anunciaron esta peregrinación ni se me pasó por la cabeza ir, y no sólo porque tenía que dejar a la niña con alguien, sino también por los gastos; menos mal que tengo un marido que es bastante cabezón y se empeñó en que fuéramos: “Ya me darás las gracias por haberte insistido”. Tenía toda la razón, porque creo que ha sido de las mejores cosas que el Señor me ha regalado. Aunque parezca raro decirlo así, la sensación personal que he tenido es como si me hubiesen abierto en canal, de arriba abajo, y ventilado por dentro, como si hubiesen barrido toda la porquería que llevaba encima (que era mucha).
La etapa de Jordania estuvo bien, a pesar de todas las incomodidades que tuvimos: el hotel no era lo que esperábamos, la comida me daba asco y no descansamos casi nada; pero la visita del Papa y la eucaristía estuvo muy bien, aunque he de decir que no me entere de casi nada, pero sabía que el estar allí acompañando al Papa era lo que tenía que hacer. Esa misma tarde estuvimos en un desierto horrible, mascando literalmente el polvo, y después de estar allí unas cuatro horas, pudimos pasar un rato al lugar donde según dice la tradición fue bautizado Jesús en el Jordán. Fueron solo unos minutos, pero en mi interior sentí una paz inmensa. A pesar de estar incómoda total (yo, que soy la comodidad personificada), no sé qué pasaba que estaba supercontenta: no me importaba estar llena de porquería, asada de calor, con horas de espera en el autobús…, sino que nos pusimos a cantar en medio de la oscuridad del desierto.
Al día siguiente fuimos a visitar el Monte Nebo, donde Moisés divisó la tierra prometida, en la que no pudo entrar por dudar del pueblo y juzgarlo… Ver toda esa inmensidad que nos sobrepasaba a todos fue espectacular: desierto y mas desierto, la vista no daba para llegar al final; allí nos dieron una catequesis buenísima, y solo me podía emocionar, viendo enfrente la tierra que el Señor me ha prometido, a la que yo tantas veces pongo en duda y juzgo; yo no quería ser como Moisés y quedarme sin pisarla, así que recé para que el Señor me llevase a ella.
Al día siguiente fuimos a rezar laudes en el Río Jordán, en un entorno precioso, y mientras metía mis pies en el agua, me daba cuenta que Cristo bajó a lo más profundo de mi ser para que yo pudiese ser libre, sin tener que dar la talla frente a nadie, yo que soy bastante orgullosa y envidiosa, sintiéndome muchas veces frustrada por tener una carrera de cinco años y estar en casa…; y ahí, me di cuenta de lo mucho que me quería el Señor, y que no me hacía falta nada más.
Después fuimos a dar una vuelta en barco por el lago de Tiberíades; éramos muchos jóvenes de varias parroquias, en mitad del lago el barco se paró y se hizo un silencio sepulcral… Me encontraba rodeada de gente, pero me sentía a solas con el Señor. Empezamos a cantar el “Dayenú” (“esto que hace el Señor conmigo es suficiente”), y creo que nunca lo he cantado tan contenta, yendo más allá de la letra y la música, dándome cuenta de que es verdad, que cuando he tenido tempestades en mi vida ha venido Él con su brazo y me ha sacado de la muerte, que ha vencido muchas veces a mis opresores, y que Cristo, nuestra Pascua, está resucitado.
Al día siguiente cuando fuimos al Primado de Pedro, donde rezamos laudes: cantamos “Yo te amo, Señor”, un canto que siempre me remueve y esa no fue una excepción. Allí, sentía como si el Señor me preguntase “Clara, ¿me amas?”, y yo respondía, “¡pues, claro!”; y así tres veces, mientras me decía a mí misma: “¡Hay que ver lo cabezona que soy, que me lo tiene que preguntar tres veces para que vea lo duro que tengo el corazón”, y fui a besar la piedra donde el Señor le había preguntado eso mismo a Pedro: no podía hacer más que llorar, agarrándome a la piedra y diciéndole “yo te amo, Señor, claro que te amo, no me dejes nunca”, y sólo tenía ganas de quedarme abrazada a esa piedra de por vida, porque sabía que era la única que no me fallaría nunca y la única a la que me puedo agarrar.
El broche de oro fue la visita a Jerusalén, a la que tantas veces he nombrado, cantado, imaginado… Otra vez el Señor me sorprendió. Lo primero que visitamos fue el Cenáculo, donde me sentí como los apóstoles en el día de Pentecostés, muerta de miedo por muchas cosas, pero principalmente por irme a Taiwán con mi marido y la niña tan pequeñita; pero mira por dónde el Señor les mandó el Espíritu Santo y el miedo se convirtió en alegría. Nos decía una catequista: “La muerte no existe”, y yo: “Pues ¡olé!, qué verdad estás diciendo, si con Cristo voy a estar bien, a Martita y a Edu los cuida Él, ¿por qué voy a tener miedo?”, y esto me consoló verdaderamente.
Muchas cosas vimos en Jerusalén, pero la mejor fue el Santo Sepulcro, donde pude pasar a besar la piedra donde estuvo clavada la cruz, y la losa donde embalsamaron a Cristo… Cuando me puse delante del Gólgota, me sobrepasaba el amor que el Señor me había tenido para morir así, yo quería poder morir así por los demás, entrar en mi cruz como Él lo hizo…; me sentía verdaderamente querida por el Señor, me dejó esa certeza en el corazón y espero que no se me olvide nunca.
Por último, al día siguiente visitamos la casa de María en Nazaret, y allí pedí el poder decir que “sí”, como dijo ella, a la voluntad del Señor, a la historia que tiene preparada para mí, al fin y al cabo, yo también soy joven, sin grandes luces ni nada especial; pero no sé por qué el Señor se ha fijado en mí para una obra que no entiendo, aunque sé muy bien que, si está dentro de sus planes, seré feliz, tanto en las precariedades como en los problema que puedan surgir. Como la Virgen, que no entendió nada, y simplemente dijo “sí”, y nos salvamos todos… yo también quiero decir que “sí” cada día, sea aquí o en Taiwán, para poder decirles a todos allí que Dios los quiere como me quiere a mí, que Él es lo más grande que hay en el mundo, que como dijo Santa Teresa: “Nada te turbe, nada de espante… solo Dios basta”.