En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: «Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo.» El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debla cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: «Págame lo que me debes.» El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: «Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.» Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: «¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»
Cuando acabó Jesús estas palabras, partió de Galilea y vino a la región de Judea, al otro lado del Jordán (San Mateo 18, 21-19.1).
COMENTARIO
Las cosas de Dios son siempre absolutas y nosotros inevitablemente relativos. No podemos nunca entender plenamente a Dios porque vive en lo absoluto. Nos acercamos tímidamente a su modo de ser en la medida en que nos esforzamos por ser más religiosos, en la medida en que rezamos y deseamos ser buenos. En esa medida nos acercamos a lo absoluto, al Bien con mayúsculas, pero sólo nos acercamos. Hasta que no lleguemos al Cielo no podremos entender en su plenitud ninguna de las enseñanzas del Señor.
Hoy toca el perdón a los demás, la paciencia con los fallos del otro. Nosotros tenemos relativizada y cuantificada la convivencia también en esto y creamos un carnet de conducir por puntos, legislamos asuntos en función de números como la cantidad de droga confiscada que decide si vas a la cárcel o no. Cuando éramos niños teníamos “vidas” en los juegos de la calle, que si se te acababan estabas eliminado. Y hasta en el fútbol si te sacan la segunda tarjeta amarilla te vas a la calle.
Pero Dios no es así. No maneja números, ni tarjetas, ni cantidades para medir nuestras ofensas.
Pedro, en su línea de hombre práctico y acostumbrado a contar peces, pregunta a Jesús cuántas veces tiene que perdonar al hermano que le ofende. Pone como propuesta el número siete y Jesús le contesta también con números: “hasta setenta veces siete”. No creo que Pedro entendiese esa respuesta como que tiene que perdonar 490 veces en vez de siete. El número siete representaba en el pueblo judío la plenitud, lo perfecto, y ya Pedro propone ese número porque intuye que Jesús le dirá que sí, que hay que perdonar mucho. Pero la respuesta del Señor va más allá del mucho, significa que hay que perdonar siempre.
Teniendo en cuenta que a nosotros ya perdonar una sola vez nos cuesta, es evidente que andamos lejos de estos ideales divinos.
Es impresionante la simetría pedagógica de la parábola que escenifica dos situaciones idénticas, con expresiones iguales, ante personajes diferentes: el rey y el criado malvado: … arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”…
Exactamente las mismas palabras, la misma actitud de clamor compasivo pero con desenlace diametralmente opuesto: la máxima misericordia y bondad frente a la atroz dureza de corazón.
Lo que nos tiene que quedar claro ante este Evangelio de hoy es que nuestra actitud frente al hermano que nos ofende debe ser siempre el perdón, y que además ese perdón debe ser real, no de boquilla; constante y sin condiciones; incluso asumiendo que en ese gesto podemos salir perdiendo nosotros por el bien del hermano perdonado.
Tenemos que aprender que la paciencia con el hermano está basada en una lógica muy simple, es la misma que Dios tiene conmigo a cada momento. Si yo preciso de paciencia y compasión por mis defectos constantes ante los ojos de Dios, cómo no voy a tenerla con mi hermano.
Pero no nos engañemos, la parábola de hoy tiene un final también muy claro. Dios no es un ser bobalicón que perdona siempre y gratis. También es infinitamente justo. La misericordia de Dios convive con la justicia, que es la verdad. No caben engaños con Dios. El que quiera vivir en la bondad de Dios, en su misericordia infinita tiene que esforzarse por practicarla con los demás, con sincero corazón. El que es perdonado a diario y no perdona a diario pierde su derecho a la misericordia. Lo pierde porque es de una elemental justicia. Queremos que se nos trate de dulce, con paciencia, con comprensión pero nosotros somos intransigentes con los demás. Esa actitud demuestra falsedad extrema en el corazón. Hemos pedido compasión con nuestras miserias pero no la tenemos con las de los demás. Es el colmo de la injusticia y frente a esto Dios es el colmo de la lógica justicia:
“¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de tí?”
Si esa frase se nos clavase en el alma de verdad, se nos quitarían las ganas de vivir ni un minuto en el rencor hacia el hermano.