«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seas como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros rezad así: ‘Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy el pan nuestro de cada día, perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido, no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno’. Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas”» (Mt 6,7-15)
Con el Padrenuestro Jesús nos enseña en este evangelio un modo sencillo de rezar y subraya, de manera especial, la necesidad de perdonar las ofensas recibidas: “Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas”.
En lo más hondo de su ser, el hombre siente una necesidad radical de perdonar y de ser perdonado, ya que el perdón no es más que un aspecto del amor. Incluso podríamos ir más lejos y afirmar que perdonar es amar. Decía San Agustín que la medida del amor es amar sin medida; también podríamos decir lo mismo del perdón: la medida del perdón es perdonar sin medida.
Perdonar es no tener en cuenta la ofensa recibida y volver a confiar en quien te ofendió, dándole la oportunidad de empezar de nuevo. Muchas veces el corazón tendrá que conceder un perdón que la boca debe retener para no arrojar nuestro perdón a la cara como un juicio y una condena, porque perdonar es humillarse, re-bajarse: bajarme de donde me he subido y ponerme en mi sitio, en mi verdad. Te perdono, no porque soy mejor que tú sino porque quiero vivir el amor contigo.
El perdón es un termómetro de nuestro orgullo. Detrás de la dificultad para perdonar siempre hay orgullo, demasiada estima a mi yo, que se siente ofendido, la mayoría de las veces, más de la cuenta. El aprecio a mi yo, o bien me hace ver ofensas donde no las ha habido, o me hace ver la ofensa mucho mayor de lo que realmente ha sido. Cuando nuestro orgullo disminuye aumenta nuestra facilidad para perdonar. Y no hay ofensa, por grande que sea, que no podamos perdonar. Con frecuencia se nos olvida que el perdón empieza por uno mismo. Tal vez todavía no me he perdonado a mí mismo ciertas decisiones que tomé o determinadas cosas que hice y de las que me arrepiento. Mientras no sea capaz de aceptar mi debilidad y mi miseria, no podré perdonarme a mí mismo. No podemos negar que perdonar es un acto muy difícil de plantear por lo que conlleva de humillación y, sin embargo, es el combate más digno del hombre, el más hermoso, porque nos asemeja a Dios y al amor misericordioso que derrama sobre los pecadores.
El tópico del “perdono pero no olvido” no es más que una manera de instalarnos en el resentimiento. Ciertamente el perdón tiene que ver con la memoria, pero habría que replantearlo de otra manera para poder perdonar sin olvidar. Porque perdonar no es olvidar. Es aceptar vivir en paz con la ofensa. Es difícil cuando la herida recibida ha atravesado todo tu ser. Para perdonar es preciso recordar. No hay que esconder la herida, enterrarla, sino al contrario, exponerla al aire, a la luz del día. La herida escondida se infecta y destila su pus, su veneno. Es preciso que se la vea, que se la escuche, para poder convertirse en fuente de vida. El perdón produce su efecto profundo cuando perdonamos desde el dolor. Y no hay ofensa, no hay herida que no pueda ir cicatrizando lentamente gracias al amor.
Perdonar es amar. Y amar es creer que todas las personas heridas en su memoria, en su corazón o en su cuerpo pueden transformar su herida en fuente de vida. Perdonar es amar, es depositar expectativas en el otro sembrando la esperanza en su corazón.
Hijas del Amor Misericordioso